El mundo entero pudo ver el otro día, gracias al poder de la televisión, el derribo, arrastre y lanzamiento a las aguas del río Avon, de la estatua del comerciante esclavista británico Edward Colston. Al frente de la Royal African Company, ese comerciante del siglo XVIII envió a 84.000 hombres, mujeres y niños africanos trabajar en las plantaciones de azúcar y tabaco del Caribe. Bristol le erigió en su día una estatua para agradecerle su filantropía. A muchos debió de recordarles lo sucedido en esa pequeña ciudad inglesa el derribo de tantas estatuas de Lenin o de Stalin tras la caída del comunismo en la Europa del Este o la del dictador iraquí Sadam Husein tras la invasión de su país y el derrocamiento de su régimen por EEUU.

Corrieron luego la misma suerte que la de Colston otras estatuas, entre ellas varias dedicadas al «descubridor» del Nuevo Mundo, Cristóbal Colón, en diversas ciudades de EEUU como Richmond (Virginia) o St. Paul (Minnesota).

En Nueva York, cuya comunidad de origen italiano hace tiempo que se apropió en exclusiva de la figura del genovés, se pretendió hacer lo mismo, pero el gobernador demócrata de ese Estado, Mario Cuomo, defendió que la estatua, erigida en 1892, siguiese en su actual emplazamiento. Frente a quienes argumentaban que ese monumento glorifica el genocidio y la esclavitud de los pueblos indígenas, Cuomo sostuvo que, por reprensibles que fueran algunas acciones del navegante, su estatua recuerda la contribución a esa ciudad de la inmigración italiana. En el Estado vecino de Maine, su gobernadora, Janet Mills se adelantó a todos, promulgando hace un año ley por la que se rebautizaba el Día de Colón por el Día de los Pueblos Indígenas, y otros Estados de la Unión han dejado mientras tanto de celebrar al «Descubridor».

A este lado del Atlántico, en la ciudad de Gante, activistas antirracistas arrojaron hace también unos días pintura roja a una cabeza del rey Leopoldo de Bélgica y luego la envolvieron con un paño con las palabras, ya famosas, «No puedo respirar» que pronunció el afroamericano George Floyd mientras le asfixiaba un policía de Minneapolis.

Leopoldo II fue fundador y propietario exclusivo del llamado paradójicamente Estado Libre del Congo y acumuló una inmensa fortuna personal mediante la explotación de sus inmensas riquezas naturales, utilizando para ello la mano de obra esclava. Bajo su régimen de terror se calcula que murieron quince millones de congoleños.

Volviendo al Reino Unido, los activistas del movimiento «Black Lives Matters» (Las Vidas Negras Importan) no se contentaron con el derribo de la estatua del negrero de Bristol, sino que dañaron también la que tiene en pleno centro de Londres, junto al Parlamento, el ex primer ministro Winston Churchill, lo que obligó a la policía a blindarla.

Churchill, que ha pasado a la historia como el político carismático que, en plena Segunda Guerra Mundial, pidió «sangre, sudor y lágrimas» a sus compatriotas para resistir la amenaza hitleriana, fue también un supremacista sin complejos, algo que sus panegiristas de dentro y de fuera prefieren olvidar.

Para el hombre al que sus compatriotas eligieron no hace mucho en una encuesta periodística nacional el «británico más grande» de la historia, la raza anglosajona estaban predestinados a dominar a las inferiores de otros continentes. En cierta ocasión, Churchill dijo odiar a los indios porque eran «bestiales» como su religión. Y si millones de indios pasaban hambre era sólo porque procreaban «como conejos». Ni tenía el británico mejor opinión de los negros, ni de los palestinos, que eran sólo «hordas bárbaras» que comían «mierda de camello».

Hay, sin embargo, una gran diferencia entre las críticas que pueden hacerse desde la perspectiva actual a Colón y a los conquistadores que le acompañaron y sucedieron, por un lado, y al rey de los belgas o a nuestro casi contemporáneo Winston Churchill, por otro.

Sin restar gravedad a los atropellos a la dignidad humana por parte de unos y otros, el contexto histórico es completamente distinto. Están en medio, por ejemplo, las revoluciones norteamericana y francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, bajo cuyo impacto se produjo la revolución de los esclavos de Haití.

Hace falta, es cierto, revisar la historia terrible del colonialismo, como reclama con justicia el movimiento antirracista, pero también entender y explicar la realidad del momento en que se cometieron unos y otros abusos, sin que ello equivalga, ni mucho menos, a minimizar ninguno.