De todas las viejas creencias, mitos, falsificaciones y lugares comunes de la Historia, que la nueva ortodoxia ha decretado -no otra cosa es la universal corrección política, sino la imposición de una serie de dogmas que no pueden discutirse y que hay que aceptar ciegamente- la iconoclastia es la última manifestación de antigua ignorancia y pensamiento casposo, que se han dignado establecer como de obligado cumplimiento, los que manejen los hilos de las marionetas del gran teatro del mundo, sean quienes sean esos seres arcanos y misteriosos, que componen una lista de personas físicas e instituciones, que día a día va incrementando el listado de posibles participes y que va arruinando nuestras vidas, nuestra esperanza, nuestra civilización y hasta nuestra alegría. Nunca he creído a fondo en este tipo de grandes conspiraciones internacionales, tan secretas como las cuentas opacas en los bancos suizos -qué país tan siniestro Suiza, en el que la obsesión por la exactitud de la hora, la imaginación culinaria que supone una raclette y la univoca dirección en que crecen las flores limpias y sin olor, producen estupor y frío en el alma- pero últimamente uno empieza a sospechar que aquí pasa algo muy extraño. Nadie sabe nada, nadie explica nada, se toman decisiones en lugares desconocidos de suelos silenciosos y paredes desnudas, pulimentadas y brillantes como espejos, que reflejan la mirada fría de individuos hieráticos de corazón de hielo.

Muy lejos de allí, un policía blanco asesina a un hombre negro en una ciudad perdida de un estado perdido en la inmensidad del Medio Oeste norteamericano y el mundo se convulsiona hasta el punto de que concejales de un grupo asesino de un pueblo perdido en una pequeña provincia perdida de un pequeño país perdido, hacen lo que nunca habían hecho anteriormente en memoria de los asesinados por sus conmilitones: doblar la rodilla y pedir perdón colectivamente por un crimen que no han cometido sus secuaces, sino un asesino con el que el único vínculo que les une es el color de la piel y el odio al otro. Si el asesinado hubiese tenido la misma pigmentación blanca que ellos, seguirían sin doblar la rodilla. Entre los grandes aquelarres organizados como manifestación de repulsa en el país del asesinato, deciden abatir las estatuas de Colón, que jamás pisó aquella tierra, retirar las estatuas de Isabel la Católica, cuya obsesión desde el principio fue la protección de los indios a través de leyes justas y hasta preguntar a Salamanca y Roma acerca de la licitud moral del hecho de la ocupación de nuevas tierras, o profanar las estatuas de Abraham Lincoln, el padre de la abolición de la esclavitud. Lo de Europa, como siempre, bate records de imbecilidad e ignorancia. Una serie de lechosos holandeses, fumados o esnifados se dedican a besar los pies a los viandantes negros, mientras en la antes sensata Inglaterra intentan tirar al Támesis el monumento a Winston Churchill, el padre de la libertad de Europa, sin el cual, aun estaría marcando el paso de la oca, ya fuera en su versión parda, ya fuera en su coloración roja. A los pocos días de finalizar la turbamulta planetaria, de nuevo otro policía blanco asesina a otro chico negro en Atlanta y no ocurre nada misteriosa e incomprensiblemente. No cabe la posibilidad de que las insoportables manadas de ignorantes borregos progresistas hayan aprendido en tan corto espacio de tiempo que el problema en Estados Unidos ya no es a estas alturas del siglo XXI una cuestión racial, sino de violencia, descomposición social y uso y abuso doméstico de las armas, tan fáciles de comprar como un donut en cualquier carrito callejero de comida en la esquina de la Quinta con la Cincuenta y Nueve.

El termino iconoclastia es de origen griego, como muchos de los que hemos usado con tanta frecuencia en los últimos días, especialmente pandemia. Otros son gloriosos descubrimientos de cualquier integrante -si utilizo cualquier otro término, me vería obligado a escribirlo en los dos géneros- del desconcertante equipo de personillas que se enfrentaban como podían al virus- como desescalamiento, desconfinamiento y otros similares, lo que unido a la complejidad de la escala de horas, edades y fases y al ininteligible e impagable complejo administrativo español, han creado una situación realmente babélica.

Los que tuvimos la suerte de estudiar el bachillerato antes de la inigualable LOGSE, sabemos algo de latín y griego, pero también sabemos que el Imperio Bizantino fue muy moderno en estas cuestiones de la corrección política, porque lo mismo podían matarse por las banderías de colores de los caballos del hipódromo -origen griego- como de la utilidad del discutir del sexo de los ángeles, de origen griego también, la importancia para el futuro de la humanidad del término «filioque», en un intento de explicar lo inexplicable y sobre todo la iconoclastia -origen griego- que instauró el emperador León III de la dinastía Isaurica, aboliendo el culto a las imágenes a golpe de martillos y condenas a muerte. Pero en realidad, nihil novo sub sole. La damnatio memoriae del Imperio Romano le había precedido por varios siglos y no digamos el hecho de raspar de las inscripciones los nombres de los faraones herejes como Akenaton, por haber querido imponer el monoteísmo. Como verán, la influencia teológica en estas cuestiones ha sido muy digna de tener en cuenta, aunque posiblemente, ninguna comparable a la meticulosa, furibunda, sistemática y bárbara destrucción del arte, llevada a cabo por esa pandilla de antecesores de los talibanes, que han destruido los Budas de Bamiyan, Palmira, Nínive, Mosul y todas las grandiosas muestras del nacimiento de la Civilización y la Cultura -ambas con mayúscula- en el Fértil Creciente, en la Mesopotamia, «la tierra entre ríos», el Tigris y el Éufrates, esa pandilla de antecesores, decía, que permanecen hieráticos e impasibles en el Muro de los Reformadores de Ginebra, como los fantasmas petrificados de los creadores del capitalismo más feroz, que dio comienzo con la labor de arrasar las imágenes de la Catedral de Saint Guy, cuyas paredes desnudas y su altar mayor carente hasta de una cruz, inyectan el frío en el alma con la sensación de entrar en una tumba en la que no hay ni una sola mancha de color que no sea el gris. Calvino, Melanchton, Zwinglio, Knox, Cromwell, y desde luego Martín Lutero, aunque todos ellos oscurecidos por la negra sombra del creador del calvinismo, la férrea religión puritana, rígida y estricta, que tantas muertes causó en la propia ciudad banquera y bancaria. La ciudad sede de bancos camuflados en grandes ONGs, a orillas del apacible y azul lago Leman, que oculta en su belleza, encierra la ponzoña, el virus reformador que arrasó literalmente el arte de Escocia, Inglaterra, Países Bajos, Suiza y gran parte del norte y centro de Alemania. No hace falta más que recordar a un enloquecido húngaro, martilleando la cara divina de la Pietà de Miguel Ángel, para imaginar a los reformadores destrozando tablas flamencas o imágenes alemanas. La furia iconoclasta calvinista y protestante tenía la misma raíz que las luchas bizantinas, la ferocidad islámica en la negación de la representación de la figura de Dios, sus ángeles y sus santos, el rechazo a la imagen, el rechazo al otro, el odio al diferente. Siempre ocurre lo mismo porque parece algo inserto en la naturaleza del ser humano: la destrucción de lo que nos recuerde qué somos, quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Porque la iconoclastia no solo viene impuesta desde el poder y ejecutada por el mismo. Otras veces el poder usa las causas de las injusticias para encender el fuego de la ira popular tan fácilmente conducible por donde el amado líder quiera que vayan. La destrucción de los libros por el fuego, como hicieron los cristianos coptos en Alejandría, como hicieron los nazis en las universidades alemanas, o la prohibición de las obras y la cárcel o el exilio para sus autores, como hicieron los fascistas y continúan haciendo los comunistas en países de profunda tradición literaria como Cuba. El arte considerado «degenerado» por nazis y comunistas. La iconoclastia tiene múltiples causas, variedades y manifestaciones. Y ni quiero, ni puedo olvidar la destrucción del patrimonio artístico de esta ciudad y de muchas ciudades españolas antes y durante la Guerra «Incivil», destrucción a la que asistieron impasibles las autoridades legalmente constituidas. No se trata de la violación de los sentimientos religiosos ajenos, sino que la destrucción del arte es una de las más zafias, groseras y repugnantes manifestaciones de la inabarcable bajeza a la que puede llegar el mismo ser humano que lo creó. El que destruye una imagen sagrada, no lo hace para destruir la belleza, que también, porque creo mucho más en Platón y Aristóteles que en William Blake, sino porque es consciente de lo que la imagen representa, del profundo significado de lo representado, porque considera, en una muestra de fe profunda, que lo representado es la causa última de su miseria, su enfermedad, su soledad o su desgracia. En definitiva, es casi un grito de miedo desgarrador, un nuevo «¿por qué me has abandonado?».

Y así seguimos y así estamos y nadie sabe qué nos traerá el mañana. Ni siquiera qué nos traerá la próxima hora. Después de cuatro siglos, parece ser que seguimos en la convicción de que la única forma de salvarse de la muerte en la peste sigue siendo encerrarse, enclaustrarse, confinarse. Y mientras tanto ¿por qué se ha creado un clima de odio y enfrentamiento civil? Por qué hemos llegado, como siempre a Shakespeare -al final siempre se llega a él o a Cervantes- a una «amarga paz que el rencor de ayer aquieta». ¿Se está llevando a cabo una profunda manipulación de la información y de transformación de la estructura legal del Estado? ¿Estamos asistiendo inconscientes a un cambio de régimen? ¿Alguien en algún lugar desconocido y con fines ignotos ha decidido acabar con una forma de vivir y convivir?

Recordad siempre a Whitman en los momentos de desolación: «Creo que una hoja de hierba, no es /menos que un día de trabajo de las estrellas/ y que una hormiga es perfecta/ y un grano de arena/ y que la rana es una obra maestra/digna de los señalados/y que la zarzamora podría adornar/los salones del paraíso/y que la articulación más pequeña de mi mano/avergüenza a las maquinas/y que la vaca que pasta con su cabeza gacha/supera todas las estatuas».