Lunes. Vagos planes para las vacaciones. Quizás la inopia, tal vez Bizancio. Vacaciones mentales. Habría que establecer un puente aéreo low cost con la demagogia, territorio en el que no pocos están instalados. Es hora de que, con la nueva normalidad, vayan volviendo.

Martes. Hay un plan para el turismo, un plan para los autónomos, un plan para la industria del automóvil, un plan para la hostelería y un plan para el campo. La vida es lo que nos pasa mientras nos empeñamos en seguir haciendo planes. No eres nadie si no tienes un plan, si no eres beneficiario de un plan. Me decido a hacer un plan yo también: ir a la playa. Torremolinos. República independiente de Playamar. La tarde ha caído, mucho coche, pocos bañistas, chiringuitos medio cerrados, hamacas huérfanas. Sentados en la orilla, corre un viento fresquito. Primer baño de la temporada. Al salir, veo a dos vigilantes de la playa. Chico y chica, muy jóvenes. Debe ser su primer día de trabajo. Es el nuevo cuerpo que articulado la Junta para garantizar orden y distancias de seguridad. Van hablando mucho. A lo mejor acaban de conocerse. Ahí veo yo un embrión de amistad fuerte, quizás amor. Miro al horizonte, al horizonte que les queda por andar, un kilómetro lo menos. Van de blanco impoluto. Con el loguito de la Junta en los calzones. Tal vez la vida de ambos, antes, ayer o anteayer, era completamente distinta. Y ahora ahí están, vigilando el ocaso.

Miércoles. Decido ponerme a régimen mediático. Un día. Una sola emisora al despertar. Una web a media mañana. Un solo periódico impreso después de comer y un solo informativo a la hora de la cena. Me noto más ligero, menos estresado. No hagan este ejercicio en sus casas; es peligroso. Al día siguiente, claro, las ansias acumuladas: zapping por el dial, atracón de periódicos de todo formato e ideología, noticias. Ya está uno mayor para quitarse de los vicios. De algo hay que morir. Pero es verdad que se puede apartar la bilis si uno tiene cierto tino.

Jueves. Mitad doble con mi director y los compañeros. Gran momento del día. Pasan conocidos, también un hombre que se parece a Pep Guardiola. Se está mejorando mucho el diseño de las mascarillas. Una señora lleva puesta una con el escudo del Betis. Estoy tentado de decirle: manque pierda. Es extraña la ciudad (casi) sin guiris. En un inesperado acto de audacia y previsión ajeno a mi personalidad compro unas camisetas frescas para el verano e incluso proveo yo el almuerzo. Una observación no especulativa y fruto de la experiencia: resultan casi inmejorables los salpicones (o pipirrana) que expenden en los sitios de comida para llevar, detectándose sin embargo un titubeo a la hora de incluir o no a los mejillones. Le pregunto a mi hijo que qué película vamos a ver después de comer y me responde que para qué quiero saberlo si siempre me duermo. Luego vendrá la casa vacía y fresca. Teletrabajo. Silencio. Teletrabajar es escribir descalzo. Manzana a deshora. O al fin, como en las viejas redacciones, hacer una portada o editar un texto tomándote una cerveza.

Viernes. Llega 'La vida en suspenso', diario del confinamiento de Jordi Doce editado por Fórcola. Es una bonita edición y un libro tentador que empezaré esta noche. Lo abro al azar: «El parlamento de las aves está en pleno apogeo, la sesión de hoy fue particularmente variada y musical, con abundancia de mirlos, jilgueros y gorriones. También alguna tórtola». Yo por mi parte examino el aire para cerciorarme de que no hay terral, ni poniente por ver si pasamos la tarde en la calle. Viene un fin de semana neonormal y, claro, hay que hacer planes ¿Echo de menos el confinamiento? Lo que más me atrae es contar olas el sábado, no echar ninguna en falta, mojarme con su espuma y adjetivar un espeto de sardinas.