Terminó la peor primavera de nuestras vidas. O la peor en un siglo. Que tanto lo mejor como lo peor siempre está por llegar. Ojalá que no haya rebrotes. Quiera Alá que haya pronto vacuna. O que la estampa del pasado sábado, con playas sin mínimas distancias de seguridad, no nos conduzca del otro a un nuevo confín. Prefiero confinamientos voluntarios, de esos que no entrañan unidades de cuidados intensivos. Mejor encierros adoptados por uno mismo, cuando opta por aislarse de la muchedumbre. En todo caso, hace calor. Que se lo pregunten a Paco Jémez.

«Aquí hace una caló de tres pares de coj...», manifestó el entrenador del Rayo. Y eso que estaba en tierras coruñesas. Tiene razón en que no es tiempo de jugar al fútbol. Como mucho de echar unas palas en la orilla del mar. Perdón. De tumbarse en la hamaca o sobre la toalla con distancia de seguridad, quise decir. Es verano. Pero mañana no es Noche de San Juan. Luego ya quisiéramos saludar al periodo estival como se ha hecho durante miles de años. No podrá ser. Y como hay fútbol todo julio. Para muchos, incluso Jémez, es como si no lo fuese.

No es tiempo de mascarillas. Eso también lo sabemos. Pero son obligatorias sin distancia, por mucho que las terrazas ya sí pueden estar al cien por cien y en ellas, al deglutir como si no hubiese mañana, mejor las dejamos al cuello. En el fútbol sin público, los suplentes también las llevan. Y algunos entrenadores (Jémez el primer día, que yo lo vi). En teoría todos cumplen las normas, salvo que haya celebración. Al futbolista se le nubla la conducta, como al aficionado y a todo hijo de vecino o cuñado, cuando toca fiesta. Ahí vemos, sea LaLiga Santander, la Bundesliga alemana o las recién reanudadas Premier League o Serie A, que los festejos de los goles no entienden de normas ni de distancias.

Hay otras fiestas en las que algunos futbolistas tampoco cumplen las normas. Después, durante y antes del confinamiento. Pero ya están ellos para divulgarlas en sus redes sociales y dar cuenta a sus seguidores de que ellos sí que pueden bailar. Así que no me verán a mí hacerles aún más publicidad a sus malos hábitos. Es curioso, porque el baile como los parques de bolas, al menos durante las dos próximas semanas, van a seguir prohibidos.

Bailan las cifras, lamentablemente, por aquello de que cambian los criterios y no nos ponemos de acuerdo en algo que no tuvo antecedentes en todo un siglo. Bailan los futbolistas, cada vez que celebran sus goles con cánticos imaginarios (que los espectadores sí que escuchamos, aunque son de aquellos que quedaron grabados antes de la pandemia). Bailan los jugadores, también si se van de barbacoa. Pero ni se puede bailar, por ahora, ni en locales nocturnos ni en discotecas. Ni siquiera (teóricamente) en celebraciones privadas.

Tiene razón un futbolista amigo, en esto de que hay normas que contradicen a otras. Igual que hemos navegado en una desescalada en la que, pasito «pa'lante», pasito «pa'trás», las mascarillas fueron o no obligatorias según qué lugares. Y pasamos de no poder conducir con un familiar en el mismo vehículo a poder compartir mesa en las terrazas, a centímetros y sin protección alguna. Y me pregunta otro amigo, músico en este caso: «¿Por qué no podemos bailar mi mujer y yo? No digo pegados. Que prohíban bailar como con Sergio Dalma. ¿Pero qué diferencia hay entre mantener la distancia en la pista de baile y en el coche o en la playa?».

Ayer era el Día de la Música. Y hoy sólo se me ocurre responderle, a través de estas páginas, que la cultura ni siquiera juega en Tercera División. Que es la cultura futbolística la mayor de culturas en nuestro país; que está muy por encima del resto de espectáculos; y que de hecho, en plena catástrofe y con los hospitales aún desbordados, el único calendario que no admitía baile alguno era el del regreso del fútbol en España.