El sistema electoral de EEUU ha sido confeccionado de forma que puedan ganar los blancos aunque no sean siempre mayoría: los votos de las regiones rurales, habitadas mayoritariamente por blancos, tienen más peso que los de las zonas urbanas, más densamente pobladas y multiétnicas.

Ocurre además que en aquel país no gana necesariamente el candidato que más votos obtiene en las urnas, sino el que reúne más delegados, y los Estados menos poblados mandan proporcionalmente más delegados.

En un libro publicado en 2001, el politólogo Ruy Teixeira y el periodista John Judis pronosticaron que para el año 2044, los blancos pasarían a ser minoría en el conjunto del país, lo que beneficiará sin duda al Partido Demócrata, el que más atrae a un electorado multiétnico.

El Partido Republicano, que fue en un principio el de los derechos civiles de los negros, frente al Demócrata, que defendió en la guerra civil norteamericana a los esclavistas del Sur, es actualmente sobre todo el partido de los blancos: ya sean empresarios, agricultores o evangélicos.

El Partido Demócrata se identifica más con las mujeres, las minorías, los intelectuales y los jóvenes. Es sobre todo el partido de las clases urbanas por más que defienda igual que el Republicano a Wall Street, al mundo de las empresas y el dinero.

Si, como hemos visto ocurrir con Donald Trump, millones de trabajadores norteamericanos han votado a los republicanos es no sólo porque les falta conciencia de clase sino porque se sienten sobre todo blancos y, como tales, amenazados.

Trump ha sabido aprovechar mejor que nadie el resentimiento de ese sector de la población para responsabilizar de sus problemas a los inmigrantes, en especial a los de piel oscura, y a una globalización desbocada.

La división del país ya no es tanto entre esa minoría inmensamente rica y el resto de la población, sino entre blancos y gentes de color: afroamericanos e hispanos.

Una minoría, la afroamericana, que ha decidido decir basta después de que a más de medio siglo de la Ley de Derechos Civiles las cosas parezcan haber cambiado muy poco.

Sí, es verdad que a los negros no se les prohíbe asistir a las mismas escuelas que a los blancos, beber en las mismas fuentes o utilizar los mismos escusados como ocurría hasta 1964, año en que el demócrata Lyndon B. Johnson logró la aprobación de aquella ley histórica.

Pero las estadísticas son suficientemente elocuentes de lo que sucede todavía hoy en EEUU: en las cárceles hay más de 2,3 millones de afroamericanos, cinco veces más que blancos en relación con el peso demográfico de uno y otro grupo.

El año pasado, un 24 por ciento de las personas muertas a manos de la policía eran afroamericanas cuando la población negra representa sólo un 13 por ciento del total, y en el 99 por ciento de los casos no se presentaron cargos contra los responsables.

Los blancos consumen, por otro lado, tantas drogas como los afroamericanos y, sin embargo, estos últimos son encarcelados seis veces más que aquéllos por el delito de posesión de estupefacientes.

La discriminación sigue afectando de manera muy grave a todos los aspectos de la vida de los afroamericanos: la educación, la búsqueda de trabajo, la solicitud de préstamos para comprar una vivienda, entre otros.

Esas disparidades han vuelto a ponerse de manifiesto durante la actual pandemia: así, por ejemplo, en Michigan, donde los afroamericanos son el 14 por ciento de la población, los muertos por el virus representaron el 41 por ciento del total. Y en Luisiana la disparidad fue aún mayor: un 77 por ciento del total de muertes para sólo un 33 por ciento de la población.

Tan desproporcionada mortalidad puede achacarse a diversos factores: mayores niveles de pobreza, falta de cobertura médica y deficiente alimentación con la resultante prevalencia de la obesidad, la hipertensión, la diabetes y el asma. ¿Cabe extrañarse de que estalle la ira de muchos ante tal estado de cosas?