Vivo cada día un poco más abrumado, y a mis preocupaciones básicas -cómo me procuraré el sustento, qué haré para mantenerme vivo lo suficiente como para acabar de pagar mis deudas y qué requerimiento me mandará hoy la administración tributaria- sumo la obligación de subirme a un atril y juzgar con severidad a la mitad, más o menos, de la humanidad que cercana me circunda y de disculpar, con beatífica benevolencia, a la otra mitad. Esa obligación es de trinchera, la versión sublimada de ese deber de preocuparnos por lo público, pero con un ojo tapado. Por la mañana suena el silbato y, hala, a polarizar, que la política es eso. Podría también hacerle caso al clásico y no meterme en política, pero eso es complicado; siempre hay un asunto que llama la atención, la tensión y a la opinión.

En estos días, y casi por unanimidad, se ha configurado a Juan Cassá, concejal y diputado provincial, como un malvado clásico. Alguien que, más allá de lealtades y compromisos escritos, ha roto con su pasado pero sin comprometer su inmediato futuro, situado en el centro del juego de la gobernabilidad de Ayuntamiento y Diputación Provincial. Se le señala por el cuánto ganará (que, entiendo, también ganarán otros) en un sistema ( el de las mayorías y el de las administraciones públicas) que no es cicatero con los emolumentos ni con él ni con nadie.

Es claro que a la política no se viene a ganar amigos, si acaso a empatarlos, y que muchos llegados con la intención de leerle la cartilla a lo público, al final han acabado actualizándola en el cajero. Pero ¿no es también malvado quien promete, apalanca y asegura al verso suelto? Porque siendo ese el camino fácil, no permite darse muchos golpes de pecho, por mucho que las rutinas morales -pura prestidigitación - quieran que el espectador mire a Cassá y no a quienes le han hecho el hueco grande.