Saltaba a la vista que Érik el Belga había encontrado en El Palo su lugar en el mundo. Lo conocí en el verano de 2012, en plena polémica por el robo del Códice Calixtino en la Catedral de Santiago de Compostela, por iniciativa de mi 'casi hermano' Francis Mármol, quien me embarcó en la aventura de ir a buscar al mayor ladrón de arte del siglo pasado por las calles del 'pueblo con mar' del este de la capital malagueña en el que respiraba el perfume a salitre como un vecino más.

Mi compañero de viaje en tantas andanzas insistió en que no haría falta una cita previa para entrevistarlo. Que preguntaríamos por él en un par de bares y terminaríamos deslumbrados ante un orador tan interesante como habilidoso. Y así fue. Francis sabía de lo que hablaba. Nada más llegar a Echeverría del Palo, encontramos a Érik y, en cuanto nos instalamos en una cafetería, se le acercó una mujer y le dijo con confianza: «Érik, me has decepcionado, y yo que pensaba que el Códice lo tenías tú...». A partir de ahí, nosotros también sentimos que lo conocíamos de casi toda la vida y con una cariñosa complicidad se puso a hablar sin tapujos de lo que estaba sucediendo en Galicia, que a sus ojos era lo más parecido «a una película de Pedro Almodóvar». Antes de regalarnos un titular con cierta mordiente narcisista y socarrona -«Si el Códice Calixtino lo robo yo, no lo hubiera encontrado nadie nunca»- llegó incluso a meterse en el pellejo del electricista catedralicio al que se le había atribuido aquel hurto: «Es fácil aprovechar la circunstancia. Yo, en su momento, aproveché las circunstancias de este país para ir a por las obras. Y él tuvo la circunstancia de estar ahí, en la Catedral de Santiago, como en su casa. Y seguro que hubo cierta complicidad o tolerancia para que hiciera lo que ha hecho...».

Un tiempo después de las tertulias improvisadas que desembocaron en valiosas entrevistas sacudidas por el ciclón dialéctico de sus testimonios, Érik me reconoció una tarde en una terraza de su hábitat paleño en la que yo merendaba gin tonics con mi paisano y fiel amigo Antonio Escudero. Tras saludarnos, compró un par de paquetes de tabaco y los aportó a aquella mesa a la que se sumó, espontáneo, para desplegar una de esas exhibiciones que lo delataban como un maestro en el arte de hablar sobre uno mismo.

Su conversación solía destilar una trepidante mezcla, entre todo lo que fue y lo feliz que era pintando a orillas del Mediterráneo, en ese preciso instante en el se había sentado a charlar contigo. A la vez que arrastraba sin renegar a ella la controvertida estela de su pasado, Érik el Belga se aferraba al presente como un niño disfrutón y travieso que había eternizado su sonrisa a lomos de ese tiovivo redentor que viene a ser la vida misma.