Mis tres amigas norteamericanas, las muy doctas Enêri, Charlotte y Dewy, viven en Captiva Island, en la costa oeste de Florida. Es un lugar cómodo y muy civilizado, donde los huracanes pasan casi todos los años sin hacer grandes destrozos. No es benevolencia de alguna deidad amiga avecindada en el golfo de México. Es mérito de los habitantes de la isla, que suelen construir sus viviendas pensando en situaciones climatológicas muy adversas. Por ejemplo, la casa donde ellas viven junto a la playa se levanta sobre recios pilotes de madera, que dejan que las olas más bravas pasen por debajo, sin tocar la vivienda. Tengo la esperanza de que alguna vez nos inviten a mi mujer y a mí a pasar una noche de tormenta en su casa. Deber ser emocionante el sentir el oleaje rugiendo debajo de la habitación donde uno intenta dormir.

En su terraza marina, donde las ilustres Enêri, Charlotte y Dewy suelen recibir a sus amigos y colegas, hablábamos hace ya bastante tiempo de la entrevista que Bruce Chatwin le hizo en 1974 a André Malraux. Las tres gracias - como me permito llamarlas - estaban trabajando en una antología de textos de Chatwin para la Universidad de West Florida. Busco en el desorden de mis libros aquella entrevista. La encontré y es grato el leerla de nuevo. Ahora desde este afluente del Atlántico, nuestro Mediterráneo, camino del final de su trayecto. Aguas azuladas, tranquilas, con las montañas del Rif africano cerrando el horizonte por el sur.

Copio las palabras de Malraux, según el imperecedero Bruce Chatwin: «Sólo han existido dos países y es extraordinario que solamente hayan sido dos, los que han sido capaces de crear una palabra para designar al hombre ejemplar. Atención. No hablo de aristócratas. Hablo del caballero español y el 'gentleman' inglés». La Florida es una creación de aquellos dos antiguos imperios. El británico, visible a través de sus herederos actuales, los nuevos estados de la joven Unión, y el español. Un eco lejano. Ambos. Como California. Y como Händel que en la Oda para el Día de Santa Cecilia fue también el portador de un eco lejano de dos antiguas tribus germánicas a las que Roma había intentado civilizar. Los habitantes de Captiva hablaban en español o en inglés y siempre con orgullo del paso de los navegantes españoles por aquellas playas. Playas de un elegante color rosa pálido. Por los billones de diminutos fragmentos de conchas marinas, trituradas por las mareas y las olas.

Enêri, Charlotte y Dewy quisieran haber recibido nombres españoles de sus padres. No fue posible. Por eso yo las llamaba Irene, Carlota y Rocío. Dentro de unas semanas quizás ellas vendrán a Málaga. Si las realidades de la errática sanidad trumpiana y sus índices de contagio por el coronavirus permiten que los estadounidenses puedan viajar a los países de la UE. Para almorzar junto al mar. Entre otras cosas. Y poder probar pescados con sabores insospechados. Acompañados por unos vinos luminosos criados en este lado del Atlántico. Por supuesto no hablaremos del estúpido sacrilegio cometido recientemente en tierras norteamericanas contra las estatuas de Fray Junípero Serra, ahora doblemente santo. Les enseñaré a mis buenas amigas mi viejo ejemplar de 'California's Missions'. Un libro indispensable, editado hace más de setenta años. Por Ralph B. Wright y la ilustre Asociación Californiana de Amigos de las Misiones. Las que levantaron en tiempos de gloria los Franciscanos españoles en El Camino Real californiano. Libro que providencialmente llegó a mis manos en un viaje por aquellas tierras. Fue hace ya muchos años; en la Misión consagrada a San Francisco de Asís. La misma que dio nombre a la ciudad que se levantaría en aquella bahía que se asoma a otro mar inmenso. Al que los españoles bautizaron como Pacífico.