Curiosamente, uno recuerda con nitidez multitud de episodios triviales e irrisorios de la infancia, a la par que olvida sin remedio la nueva contraseña que, hace tan sólo un par de días, el sistema nos obligaba a generar si queríamos acceder a nuestro equipo informático. Así, como ya les he contado alguna vez, uno rememora claramente la primera zambullida que, con tan sólo dos años, le regaló una madre en las playas de Torrenueva, el primer día de colegio, las aventuras de niñez que mi padre me narraba y que yo creía verídicas hasta hace muy poco, la cochera de Elliot en el cine y lo que sepa Dios que había dentro, los profesores de la EGB, otro tipo de series de televisión, conversaciones de adultos que no creían que uno escuchaba, situaciones familiares alegres que te trasmitían y también las tristes que uno percibía, llegadas, despedidas y emociones, en definitiva, de tantos colores como a ustedes se les antoje. La infancia, si me lo permiten, es una bayeta seca frente al poyete mojado de la vida. Todo le llega, todo lo absorbe, de todo se impregna. Y si hay que tener cuidado con la infancia es, entre otras muchas cosas y no precisamente la primera de ellas, porque serán los adultos y la madurez del futuro que, a un sólo chasquido de mis dedos, pronto convertiremos en presente. Iniciándonos, como estamos, en la nueva era post-Covid, término de moda que, les auguro, nos encontraremos en lo sucesivo hasta en la sopa, no hay que ser un lince para poner de manifiesto que quedan todavía por ajustar muchísimas realidades personales, sociales y familiares dentro de esta nueva normalidad que tan poco tiene de normal.

A lo largo y ancho de esta pandemia, la infancia, que también, no lo olviden, es parte integrante de nuestra sociedad, no ha sido objeto de un justo y completo análisis en lo que respecta al grado de afección que le ha provocado este drama mucho más allá del comentado traspiés escolar y la relatada casuística de los teledeberes. Entre mil y una situaciones de desajuste, el consabido estado de alarma y su vacío administrativo tampoco ha permitido tramitar con normalidad la renovación de muchos de los visados de estudios que multitud de menores extranjeros inmersos en situaciones que se mueven mucho más allá de lo complejo precisaban para cursar estudios en nuestro país. Y es que, si bien es cierto que dichos visados se entendían prorrogados automáticamente si su caducidad acontecía durante el estado de alarma, otros tantos han caducado con posterioridad al levantamiento del mismo, generándose por tanto una trampa de osos administrativa que se traga a los menores desde una situación de clara alegalidad y que produce una flagrante indefensión frente al semibloqueo que, actualmente, padecen las instituciones. Una situación que, como digo, ni les ha permitido prorrogar la regularización de su situación personal en nuestro país ni tampoco retornar durante el verano a su tierra de origen, habida cuenta de la más que patente cancelación de vuelos y un cierre de fronteras que, en el caso de poder salir, tampoco les asegura la entrada en España al inicio del nuevo curso escolar que, de una manera u otra, acontecerá en el mes de septiembre. Y un menor, sea neonato o adolescente, siempre supondrá una de las primeras realidades dignas de toda la protección jurídica que pueda otorgárseles, no sólo porque su limitada capacidad de obrar no les permite su propia defensa, sino, además, porque su falta de madurez y de mundo les obliga a caminar, luchar y desarrollarse siempre desde las manos de otros, esto es, en continua dependencia. Y es por ello que, en este limbo administrativo de papeles vencidos, fronteras cerradas, oficinas silentes y eventuales y más que posibles desajustes de opinión entre guardadores, tutores y padres, el Leviatán de la Administración debiera alzarse en todo su esplendor para garantizar y amparar la salvaguarda de aquellos que, por su minoría de edad, no pueden valerse por sí mismos y, al igual que otros tantos colectivos, también son objeto de la situación de clara injusticia social que ha generado la pandemia y, en ocasiones, su gestión. A fin de cuentas, decía el autor de El principito, «todas las personas mayores fueron, al principio, niños; aunque pocas de ellas lo recuerdan».