El amor no entiende de pandemias, o tal vez es otra de ellas y por eso ninguna lo frena. No importa lo crudo o frío que sea el escenario, lo difícil que sea la situación o lo complicado que se lo ponga la espesa y persistente niebla de odio que se pueda haber extendido alrededor: el amor a primera vista -por ejemplo- no necesita los ojos, ni siquiera verse, basta con la sola intuición de que al otro lado hay alguien, ese alguien que de pronto despierta una poderosa fuerza interna capaz de desmontar el mundo y construirse otro a medida.

Y quién no necesita precisamente eso ahora: la fuerza bruta de cambiar el mundo alterando solo la mirada. Por suerte viene el verano a socorrernos y a facilitarnos que nos enamoremos, aunque sea de lejos, aunque dure dos latidos y sólo palpite en julio y agosto, aunque se nos marche en septiembre y no rompa de nuevo su fresco oleaje contra nuestro corazón y nos lo parta en la espera o en la desesperación. Si ya todo dura entre poco y nada lo que toca es disfrutar mientras pasa, mejor eso que dejarlo escapar porque se escapa. El amor es libre, y eso vale tanto para cuando viene como para cuando se marcha, si lo retienes es otra cosa con lo que te quedas. Y no merece la pena.

Pero a veces el amor se queda, si no para siempre sí lo suficiente y no sólo nos alegra el verano o unos meses, sino que nos cambia los años y la historia y nos envuelve en su abrazo y nos hace fuertes y construye mundos que no desaparecen cuando se extingue si es que se acaba. A veces el amor de verano se extiende por todas las estaciones y no se baja en ninguna parada y nos cambia de vía y la vida.