Las crisis desnudan la ideología de los partidos y las ponen a prueba. Observemos al PSOE, que se mantiene aglutinado gracias al poder, pero en el que subsisten distintas almas. Y pensemos en el PP que, sin el cemento de un gobierno, muestra al desnudo sus tiranteces internas. El partido que controlaba Felipe González en los años ochenta respondía a los parámetros habituales de la socialdemocracia: un europeísmo modernizador y comprometido con el atlantismo. Su rostro no forzaba en ningún caso las costuras de lo que entonces se denominaba la "teoría de la modernización". Al igual que tras la caída del comunismo la Europa del Este deseará ser moderna y europea antes que capitalista -y se abrazará al capitalismo para ser moderna y europea-, la España de Felipe González buscaba también ser próspera y moderna. El empeño del 92 - Juegos Olímpicos y Expo- tuvo mucho de campaña de marketing, tanto hacia el exterior como al interior. Por primera vez en mucho tiempo, nuestro país miraba con optimismo el futuro. Cuatro años más tarde Aznar compartiría un idéntico anhelo de modernización, aunque su retórica -no tanto su práctica- pasara por el ideario neoliberal más estricto. Su mensaje se movía entre Manuel Azaña y un regeneracionismo de corte anglosajón -privatización de las empresas públicas y alianza estrecha con los EE.UU.- que terminó tensando la sociedad.

El PSOE de Rodríguez Zapatero fue, desde luego, distinto al de González. La nueva generación al mando se dejó guiar por un extraño rencor que le empujaba a dinamitar los acuerdos sellados por los padres de la democracia. El pragmatismo dio paso a la ideología y la ideología a un dogmatismo cínico que tenía mucho de coyuntural. Quiero decir que sus emociones eran dogmáticas, aunque el juego del poder exigiera la servidumbre del oportunismo. Los años de Zapatero -al cual se le escapó que convenía que hubiera tensión en la sociedad porque la demonización del adversario le daba votos- terminaron mal, con una crisis económica, política y territorial sin precedentes cercanos. Su sucesor, el popular Mariano Rajoy, en cambio, actuó como un conservador de estricta observancia: valoraba la estabilidad por encima de cualquier otro valor. Su desprecio hacia el relato -ese recurso narrativo que conforma el ADN de la política actual- fue legendario. También tendría consecuencias.

El PSOE de Sánchez sigue las huellas del zapaterismo, si bien con matices muy marcados. La ruptura con el pasado del partido resulta evidente y la desconexión con el eje occidental que alimentaba el felipismo se ha cerrado, quizás, definitivamente. El sanchismo consiste en el ejercicio político del oportunismo bajo las siglas de un partido y, por tanto, de unos ideales. Pero nada más. Difícilmente encontraremos en la historia democrática de nuestro país un gobernante tan convencido de que la verdad no existe y de que sólo cuentan las emociones. El PP actual, por otra parte, sufre sus propias turbulencias: Casado conecta con el aznarismo, mientras que Feijóo y los barones territoriales recurren a los instintos moderantistas de Rajoy. Y luego está Vox, que es en gran medida un spin-off de la casa común de la derecha. Se trata de almas enfrentadas, al igual que sucede en el PSOE.; divisiones internas, en suma, que dificultan las políticas de largo plazo y no reflejan sino la honda crisis ideológica del país.