Se ha puesto el sol en el circo. En silencio el círculo de la pista del espectáculo, de la mirada y también redonda la risa. La pandemia ha sido la tormenta perfecta que todo lo ha naufragado, y ahora es la sequía que anega de aridez la vida nómada. Varados a las afueras de cualquier camino, en las periferias de las ciudades medias, donde los sorprendió el tiempo que los detuvo como espectros acampados en espera de no se sabe. El circo, los circos, su soledad ambulante puesta en escena fija. Que hermosa y triste película haría Fellini con el presente desamparado de ese mundo que le maravillaba y al que homenajeó en la dureza tierna y amarga de La Strada, y en el espléndido documental que fue Los Clowns con testimonios de Ricardo Billi, Tino Scotti, Dante Maggio, Giacomo Furia, Carlo Rizzo o Gigi Reder entre otros payasos, mientras un niño contempla el montaje de una carpa. Hace cincuenta años fue Premio Donatello de la Academia de Cine Italiano y ese mismo año en Venecia el Premio Pasinetti. Una joya sobre el moribundo arte del clown al que muchos consideran una de las mejores obras del director de La Dolce Vita. Es fácil imaginarlo ahora enmarcando en su cuaderno o desde el visor de su cámara a otro niño maquillado su rostro en blanco y rojo, su sonrisa ajena a la incertidumbre, en mitad de un paisaje de caravanas sin ventanas abiertas, con acróbatas y malabaristas intentando guardar la forma atlética. De perfil introspectivo fumando de paisano alrededor de su preocupación, sin levantar rumbo a un destino sobre el que será difícil hacer taquilla.

Más de cuarenta han estado confinados al aire libre de un descampado, ayudados por el ayuntamiento y los vecinos, aprovechando para la costura de trajes nuevos, ensimismados en valorar más lo intangible, en echarle una mano a los niños con sus estudios por correspondencia o itinerantes en la caravana escuela, con la pizarra llena de caballos a los que despejarle la ecuación de velocidad y fuerza; de cifras a hombros unas de otras sin perder el equilibrio; de palabras que suenan como los adjetivos que van de la mano de los aplausos. Algunos, algo más modernos, han ofrecido su trabajo a través de las redes sociales, en un intento de promocionarse y mantener en pie su esperanza. Unas nuevas tecnologías que son ahora el examen de un colectivo que siempre intentó estar a la vanguardia, añadiendo a su espectáculo la influencias del music-hall con sus chicas emplumadas sobre elefantes; del cine que llevaron a las grandes ciudades con los ménageries ambulantes, igual que las del teatro y las de las orquestas musicales. Innovaciones que desde hace décadas no se han dado, sin apostar tampoco por estrategias de marketing ni de comunicación, y que en la mayoría de los casos han determinado ese halo de decadencia que envuelve al circo en colores mustios. Aún así son gentes acostumbradas por el oficio de su mundo a salir adelante con ingenio, sacrifico y disciplina; a saber que unas ciudades se dan mejor que otras; a mantener sus espectáculos mejorando su oferta y con una economía a cuestas con las que llevan siglos de familia ganándose la vida, la ilusión y el respeto. El circo reinventándose de abuelos a nietos. Los Medrano, los Roncalli, los González del Mundial, los que integran el Americano-Togni, el Circo Acrobático de Pekín, Los Ringlin o los Rauly, convencidos en ser un circo de autor, y que la risa continúe siendo lo que une el pasado, el presente y el futuro.

Ninguno de ellos esperaba que el gigante de su gremio se derrumbase con el terral del verano. Hace menos de un año deslumbró Le Cirque du Soleil en Málaga con 'Kooza' y su apoteosis escénica de habitual cuento fantástico, sujeto a una temática y la polisemia de su concepto, con contorsionistas, gimnastas, payasos fabulosos interactuando con los espectadores, música de calidad y contagio en directo, inspirando el riesgo de las acrobacias, las coreografías de los números, la teatralidad plástica de las máscaras y el vestuario, envolviendo con su magia al público al que le dejan unos días de resaca estética. Durante 36 años ha sido una empresa de éxito hasta que sin red el Covid-19 lo ha accidentado financieramente. 3.480 empleados despedidos, y complicadas negociaciones de inyección de capital que doten de liquidez a la compañía en su ilusión de levantar lo antes posible su carpa amarilla y azul, allá donde su magia convoque, y también en Málaga y su Cortijo de Torres. Esa equis del mapa metropolitano en la que cada año sucede la ciudad de al lado, con su universo feriante de fiesta y carricoches. Otro de los mundos afectados y en los márgenes a causa de esta pandemia que a todos los gremios nos ha robado presente, expectativas, dignidad y encima nos enmascara como figurantes de cera. Esa era la sensación desde el escenario, el pasado miércoles en la Aduana, al contemplar el lleno con doscientas personas de patio, separadas un metro de silencio y sombra a las que había juntado la estupenda oferta de la Consejería de Cultura de unir en un espectáculo museos, música y literatura. La cultura resiste y rema, pero necesita del viento a favor de las administraciones políticas, de las empresas privadas, de expertos profesionales en trazar cartas de navegación, maniobras necesarias de avance. Las ocurrencias son mariposas de un día, parches de caducidad rápida, y lo que busca sólo supervivencia termina siendo un peligro.

Las compañías de circo contemporáneo, que trabajan tanto en el calle como en espacios cerrados, prevén unas pérdidas de unos cuatro millones en Andalucía por el impacto de la crisis sanitaria en su actividad, que ha quedado en el aire por la suspensión de festivales y por la incertidumbre sobre la celebración de eventos previstos durante su temporada de abril a septiembre. Ocurre igualmente con las 33.000 familias de las 44 asociaciones que conforman La Unión de Industriales Feriantes (UIFE). Speakers de tómbola, montadores de montañas rusas y norias ambulantes, y vendedores que en un 90% son autónomos. Los hay también que son empresarios de atracciones móviles con gran protagonismo en las más de mil ferias al año que existen en España, y que generaban más de 200.000 empleos directos, a los que sumarle otras actividades alrededor de los días de feria en permanente viaje. Es lógico que en algunas ciudades se estén manifestando sus trabajadores al considerarse invisibles, olvidados, sin cobertura de ninguna clase para afrontar el parón del confinamiento, y las cancelaciones que se encadenan. Tampoco la tienen los grupos de música que montaban su repertorio en las verbenas de los pueblos. De uno de ellos surgió David Bisbal, y muchas otras cuyo espíritu retrató el cine en películas como Orquesta Club Virginia de Manuel Iborra.

Hace 262 años el sargento de caballería Philip Astley compró un pequeño terreno abandonado cerca de Waterloo, en Londres, y construyó una pista circular de trece metros de diámetro alrededor de la que cabalgaba. Su discípulo Charles Hughes tres años más tarde fundó el Royal Circus and Equestrian Philharmonic Academy. Fue la primera vez que el término circo se empleó iniciando su andadura como una nueva forma de entretenimiento, y una empresa itinerante. El mismo Hughes actuó en San Petersburgo en la corte de Catalina la Grande, y el mismo año uno de sus discípulos, John Bill Ricketts, hizo igual que él, cuando se separó de Astley, abrir en Filadelfia el primer circo de los Estados Unidos. El paraíso de una actividad que en España tiene su huella en Santa María del Naranco, donde hay una talla en piedra con escenas del período visigótico acerca de ese oficio, grabados de la época del Renacimiento, y el anuncio de un espectáculo en Madrid de la compañía Buratines. Raíces de lo que luego sería el célebre Teatro Circo Price, y de una actividad artística que fue una de las tres más importantes a principios del siglo XX junto con la danza y la ópera, y en la que en oro están inscritos en la memoria los nombres de Isaac van Amburgh el gran domador de leones; el de Jules Leotard el acróbata del trapecio volador; el de Blondin el equilibrista que cruzó las Cataratas del Niágara; el de Rosa Richeter 'Zazel', la primera bala humana, célebres todos en el XIX. A ellos les siguieron Lillian Leitzel, feérica en sus anillos romanos suspendidos a 50 pies de altura, y el fabuloso escapista Houdini. No me olvido de los payasos que representaron su figura legendaria con nombres como el de Dan Rice, el rey de los clown americanos; Marcelino Orbés, considerado el mejor del mundo y a quien admiraba Chaplin; el suizo Grock virtuosos de 24 instrumentos; Charlie Rivel o Ramper quien durante la Guerra Civil se internaba con una vela entre el público y a la pregunta preparada de «Ramper ¿qué buscas?» él respondía «La Paz».

La esperanza sería hoy lo que la luz buscaría encontrar. Es difícil saber si se cierra aquel círculo que abrió Philips Astley. Esperemos que no, y que el circo se reinvente y a su pista, a las plazas y a las calles artificiales de las ferias, regresen sus carpas, la acrobacia de vivir sin que nos pongan a todos la nariz de goma roja ni a la felicidad subsidios o la red que exige el miedo. Cuánto necesitamos de nuevo la música, la palabra, la risa, soñar juntos en un mismo círculo.