Era 1979 cuando Los Romeros de la Puebla sacaban una sevillana con la siguiente letra: «Hemos cruzado los brazos y Sevilla se nos va, y al río estamos tirando lo que ya no volverá. ¡Los sevillanos!, ¡alerta a los sevillanos!: ¡que Sevilla es nuestra gloria y se nos va de las manos!».

Si al asunto le metemos 41 años, cambiemos «Sevilla» por «Málaga» y el río por algo que aquí tenga una mijita más corriente nos encontramos con la situación actual.

La última década de Málaga se puede considerar como esplendorosa en cuanto a un formato acertado de explotación turística y económica. Ya no recordamos el centro histórico podrido, apagado y lleno de espantos en cada rincón que teníamos hace pocas décadas. No recordamos una ciudad de edificios destrozados y poco movimiento en él.

Málaga sobrevivía, eso es evidente porque siempre pasa, pero el cambio experimentado es notorio. Basta con coger cualquier fotografía del centro en los años ochenta para darse cuenta de cómo hoy sería impensable asumir edificios como los grandes monumentos o cualquiera de la plaza del siglo o Carretería, que aún colea- en un estado de decadencia similar a los de Dubrovnik tras el asedio.

Es incuestionable que la mejora es medible, pesable y constatable. Pero de igual manera lo es la nula capacidad e interés del malagueño por proteger lo más mínimo el centro histórico para no entregárselo cual rendición de Breda a los turistas.

Hay una ilustración extraordinaria del artista y gran profesional que es Alejandro Villén, en la que retrata a la perfección esa entrega que hemos hecho todos de Málaga a los guiris. Las casas dejaron de ser tal cosa para convertirse en hoteles camuflados, muchos negocios viraron para atender, como es lógico y natural, a los visitantes, la cultura asediaba nuestro entorno, pero nos quedábamos cazando moscas porque quienes la consumían no eran de aquí. Todo muy bonito. Pero todo para el de fuera.

Con la llegada de la pandemia vinieron los problemas. Ya no había tantas sonrisas y el amargor llegó a la boca de todos. Al turismo una sonrisa. Y sin él, no hay manera de sonreír pues en la ruleta de la vida, Málaga apostó todo al guiri como herramienta perfecta para sostenerse. Y el modelo es bueno, genera riqueza y es potente. Pero ante las adversidades se pierde.

Siempre ha sido habitual escuchar al consejero de Turismo de turno hablar de la preocupación del sector ante la subida de otros destinos turísticos o la poca certeza de que cuadren las cifras. Pero daba igual. Siempre había gente. En verano e invierno no dejaban de venir. La calle Císter tenía las pisadas de medio mundo un martes de noviembre a las 11 de la mañana. ¿Dónde estaba el problema? No existía tal cosa porque el centro estaba vivo. Pero vivo de actores. Eran atrezo de un casco histórico fantasma de gente empadronada aquí en el que se turnaban extranjeros durante todo el año, de tal manera que a efectos visuales siempre se sentía el gran latido del corazón de nuestra ciudad.

El malagueño no importaba en ese juego. Pero, analizando la situación, sería injusto culpabilizar únicamente a quienes han atendido a los turistas en esta situación que vivimos ahora pues la gente de aquí jamás se ha preocupado por entregar el centro y además, ha decidido continuar su vida por otros derroteros sin la más mínima preocupación.

El problema es que ahora mismo nuestra situación, como la del mundo entero, es otra bien distinta. Y pasear por el centro a ciertas horas resulta inquietante, preocupante y algo desolador. No hay gente. Faltan muchos turistas y los de aquí tienen ya el ritmo encontrado en otros lugares de la ciudad.

¿Por qué se llena Teatinos y no el centro histórico siendo el primero mil veces más feo -con todo el respeto para los amantes de esa zona- y lejano? ¿Por qué prefiere una persona tomarse la misma cerveza y la misma tapita al mismo precio debajo de blocacos de pisos en el extrarradio que hacerlo en calle Alcazabilla mirando a la Alcazaba o rodeado de historia a la vera de calle Larios? No tiene sentido. Y solamente se explica al entender el divorcio existente entre mucha gente y el centro de la ciudad. Un centro maravilloso, agradable, limpio, honrado y hecho a la medida de los de fuera pero perfectamente disfrutable también por los de aquí.

Y eso ahora o nunca. Porque las ciudades necesitan a su gente para sobrevivir. Esa misma que antes ni miraba a la cara porque no la necesitaba. Pero es el momento de entenderse porque la situación así lo requiere y porque, que nadie le quepa la menor duda, los empresarios prefieren mil veces atender y crear fidelidad con los de aquí que con los de fuera. Porque repiten más veces. Porque generas empatía y disfrutas con ellos. Por eso es necesaria esa regeneración del espacio y que volvamos a encontrarnos. Nosotros con el centro y el centro con nosotros.

De lo contrario esto pasará y volverán nuevamente los de fuera a disfrutar de nuestra almendra. Y seguirá sin tener sentido. Porque tenemos la oportunidad de disfrutar de lo nuestro y acaparar los espacios. Y así habrá vida en el centro. Y se fomentará de nuevo el alquiler de larga duración para gente de aquí a precios razonables porque se dan cuenta de lo inestable de su plan. Y volverá la vida de verdad al centro. Y decorado dará paso a la vida real. Y en los balcones no habrá toallas de la playa y sí macetas y perros asomados.

Los empresarios se han dado cuenta. Los malagueños están en ello y regresarán al centro. Ahora falta que los que mandan en la casa grande se percaten del asunto. Aunque subir los aparcamientos públicos se ve que no es la medida más adecuada. Pero con eso ya contábamos. En esta ciudad, si tienes un problema y esperas que actúen algunos, probablemente acabes con dos problemas.

¡Alerta malagueños!

Viva Málaga.