Estoy leyendo la autobiografía de Woody Allen, libro que recomendaría sólo a quienes abran sus páginas dispuestos a disfrutar de ese personaje que el propio autor lleva creando desde hace décadas. Un yo fantasmagórico que se filtra en escenas de sus películas, tanto como entre los renglones de esa pretendida existencia desvelada. Desconfío de las automoribundias, como llamó Gómez de la Serna a la suya, del mismo modo que lo hago de mi memoria, magnífica persona que habita en mí y que se entretiene en desinfectar de sus cajones un buen número de episodios ridículos que le he proporcionado para su archivo. Woody Allen se esfuerza en mostrar que su desarrollo profesional transitó rápido por una autopista que, sin embargo, siempre estuvo bordeada por el abismo de un fracaso que lo habría confinado al anonimato de Allan Stewart Konigsberg, nacido en Brooklyn, aquel alumno al que menospreciaron y castigaban con frecuencia en su escuela por rebelde. Desde joven supo lo que más o menos quería ser, se lanzó y varias redes aparecieron. Por supuesto, los días de inquietud ante lo que podría suceder o no, esos momentos de aproximación al arrecife donde hubiera estrellado su carrera artística, son silenciados. Un escritor con buena estrella a quien sólo le ha ido mal en la mayoría de sus relaciones amorosas. Lo que jamás sabremos es si Allen impidió la felicidad de Allan. Este tipo de preguntas ficticias se responde con rapidez, mediante la hipotética comparación de una y otra cuenta corriente junto con otros datos sin importancia del mismo estilo, como número de botellas de champaña y kilos de caviar consumidos en cada posible existencia. Seguro que alguna app realiza esos cálculos. Al igual que en esas líneas biográficas, sin que me diera cuenta, yo también he hilvanado juntos el fracaso, el éxito y la felicidad. Ante el espejo de ese relato íntimo de un tipo al que admiro, comprendo que no sé enfocar tales conceptos desde un ángulo distinto al del materialismo más absoluto. Creo que ya es tarde para hacerlo, según los años que figuran en mi DNI.

Este lunes se despierta con el monstruo de la prueba de acceso a la universidad sentado frente a la puerta de un buen número de hogares. Otros se hallan a la espera del baremo que permita el paso a un ciclo de formación profesional. Muchas familias acaban de matricular a su prole en colegios, institutos o guarderías. En todos los casos, con más o menos control, sus protagonistas están arrojando dados sobre el tapete, de esos con los que Allan Stewart dice que se ganaba sus primeros dólares. La vida se aloja en una especie de casa de apuestas donde el azar no siempre reparte cartas limpias o, al menos, convenientes. Si la fortuna fuera ecuánime ya me habría tocado la lotería varias veces. Sin embargo, hasta donde yo sé, nadie educa para el fracaso. Las reconversiones personales son mucho más dañinas que las fabriles. Conozco a quien jamás superó una de aquellas. Pero, ya digo, que yo tampoco sabría cómo enseñar esa compleja asignatura, esencial para que un afectado salga indemne de tales fuegos. Muchos de nuestros jóvenes sentirán sobre el rostro el revés de una calificación que les cerrará el paso hacia unos estudios. Otros, comprobarán al final de su camino que no se encuentran felices con aquella materia que han cursado durante años con tanto sudor. Sin esfuerzo no se alcanza ninguna meta; menos, en esta sociedad tan competitiva que hemos articulado. Quizás me equivoque pero, salvo unos pocos visionarios, no creo que nadie quiera regresar a aquellas cavernas donde se dormía sin almohada, sobre el suelo lleno de bichos y sin chocolate con churros para las tardes de invierno. Los cruces de caminos y casualidades relativizan el fracaso. Si los soldados alemanes hubieran acertado con sus disparos hacia el padre de Allan, por ejemplo, nunca nos habríamos reído con Woody Allen, ni yo habría envidiado tanto éxito concentrado en un solo individuo.