Vivimos en una sociedad destructiva, empeñada en demoler los modelos. Ante la obsesión por derribar estatuas, cualquiera diría que lo que ansiamos es matar al padre. Baste un ejemplo. A todos nuestros expresidentes los hemos destrozado. No seré yo quien diga que eran modélicos, pero, unos más y otros menos, todos ellos contribuyeron a modernizar España. No les levantamos estatuas, porque seguro que las derribarían. A Suárez se le considera hoy un franquista que hizo un apaño para que la transición fuera un cambio y no una ruptura; a Calvo-Sotelo, simplemente se le ignora por breve. A González, se le tiene por un mandatario sin escrúpulos, vendido al capital y relacionado con la cal viva. A Aznar se le ve como un villano prepotente y autoritario que mintió para meter el país en una guerra ilegal. A Zapatero se le toma por un chisgarabís que llevó a España a la ruina y que, además, es amigo del tirano venezolano. A Rajoy se le califica como un don nadie, adalid del todo fluye, al que solo le interesaba leer el Marca. Y a Sánchez se le tiene por un oportunista -hay incluso quien tilda de «asesinato» su mala gestión-, que se ha echado en brazos de los extremistas. Del Rey y de su padre, para qué hablar. ¿A quién levantaremos una estatua? Se puede dar la vuelta a la tordilla. También podríamos considerar a Suárez un héroe que sacó al país de la dictadura y pilotó una transición democrática que fue un modelo para el mundo entero. A González, el político que modernizó España y la colocó a la altura del resto de países europeos. A Aznar, el hombre que propició el mayor momento de bonanza económica conocido en el país. A Zapatero, el adalid de las reformas sociales más progresistas jamás soñadas. A Rajoy, el hombre ponderado que doblegó la mayor crisis económica desde la del 29. A Sánchez, el dirigente voluntarioso que logró sacarnos de la pandemia con mejores resultados que las grandes potencias mundiales. Del Rey y de su padre se podría decir que el primero se ha convertido en la última y prudente referencia del Estado y del segundo que, de no ser por él, jamás hubiéramos disfrutado del periodo de mayor bonanza y estabilidad de nuestra historia. «¿Qué queríais, españoles? ¿Qué hubiesen estado ahí esperando, armados de punta en blanco, hombres maravillosos para gobernaros? ¿Qué habíais hecho antes para tener esos hombres?», nos reñía Ortega. Pero no nos precipitemos y echemos la culpa ya a los españoles tan dados a la riña, a la queja y a la venganza. Echemos una mirada al mundo. Los países de referencia -al menos en mi generación- eran Estados Unidos, con su democracia ejemplar. Gran Bretaña, ejemplo de civilización. Suecia y su paraíso social en la tierra. Los tres se han distinguido por su catastrófica gestión de la pandemia. Algo tendrá que ver. Hoy Estados Unidos es un fiasco, con un líder populista, un problema racial desbocado y una sociedad demolida por la desigualdad. Gran Bretaña, también en manos populistas, un país egoísta que ha amputado Europa con el brexit. Y el paraíso sueco, amodorrado en el estado de bienestar, se ha convertido en el paradigma del individualismo, la soledad y la insolidaridad. Merkel, que se anunciaba hace solo semanas como adalid de la buena gestión, está perdiendo su crédito a marchas forzadas ante los rebeldes rebrotes de la pandemia y la amenaza de una nueva crisis económica. ¿Qué país, qué líder mundial, nos sirve hoy de modelo? Hace décadas hubiéramos tardado segundos en contestar. Hoy, por más que rebusquemos, no encontramos respuesta. Es lo malo de derruir las estatuas sin tener otras con que sustituirlas. Lo único que nos cabe es no levantar más estatuas. ¿Para qué? ¿Para derribarlas décadas después como ahora se hace con las efigies de hombres ejemplares de ayer como Churchill, Colón o el mismísimo Cervantes? No merece la pena el esfuerzo. Edipo mató a su padre, Layo, y se casó con su madre, Yocasta. Menuda tragedia. Freud utilizaba la metáfora de «matar al padre» para representar el momento en que el hijo madura y deja a un lado a sus prescindibles progenitores. Esta sociedad adolescente se cree madura para matar ya a sus padres, pero no debería olvidarse de que cuando Edipo se dio cuenta de que había matado a su padre, sintió tal horror, tal pánico, tal vacío, que se arrancó los ojos para no verlo.