Apenas han transcurrido seis meses desde que estalló la pandemia de la Covid-19 y detrás queda ya un reguero de dramas humanos y un desastre económico no bien cuantificado. Lo que conocemos con certeza sobre lo sucedido es poco. Ni siquiera sabemos si la pandemia ha terminado. Y los hechos son preocupantes: no hay un tratamiento curativo y las vacunas, si revisamos nuestro pasado reciente, tardarán en llegar un poco más de lo que explican los hooligans del cuento. No olvidemos, por ejemplo, que para el SARS no hay aún vacuna, que para el MERS se logró una vacuna pero para los camellos y que el SIDA se trata con fármacos antirretrovirales pero aún no tenemos vacuna que evite el contagio. Incluso la literaria y añeja tuberculosis se cura con un complejo cóctel de fármacos pero sin vacuna que la borre de nuestro tiempo. Estamos, nos guste más o menos reconocerlo, rodeados de incertidumbres y a merced de lo desconocido. Y el ser humano soporta mal estos piélagos. Tal vez por esto, una multitud de profesionales, entre videntes y esotéricos, desfilan a diario exhibiendo pronósticos prometedores y guías para superar al temor y al desaliento. Mesnadas de filósofos, tertulianos, literatos, economistas, virólogos o salubristas inundan las vidas de los atribulados ciudadanos con manuales o catecismos para esquivar este conflicto fieramente humano y salir disparados hacia un futuro dorado. Y entre los profesionales más pertinaces en esta faena están muchos de mis colegas de gremio, psicólogos y psiquiatras, que no renuncian a ser parte de ese coro de cotorras incansables que pasan el día prediciendo el futuro en base a datos obtenidos de estudios hechos con una urgencia incompatible con el rigor, con metodologías muy cuestionables y arrimando el ascua a la sardina ideológica más conveniente.

Coincido con mi colega Adolf Tobeña, catedrático de Psiquiatría en Barcelona, que el poder político y social tiende a estigmatizar a todo aquel que no ofrezca soluciones reconfortantes en tiempos de zozobra. Y así afloran por doquier predicciones para el día de mañana tan ahítas de purpurina como escasas de datos firmes, congruentes y abundantes. Habría que saber, como señala Tobeña, cuantos arúspices tienen conocimiento del último gran sondeo del 'World Values Survey: WVS7' (www.worldvaluessurvey.org) donde a partir de un complejo cuestionario administrado a centenares de miles de ciudadanos, en más de 100 países -con más del 90% de la población mundial-, se obtienen datos que informan sobre los cambios sociales en los valores, creencias y actitudes. Es el archivo de datos más amplio y mejor trabajado de cuantos existen. Si se quiere diagnosticar y guiar con algo de solidez sobre el asunto cualquier investigador lo tiene fácil: con repetir en dos ocasiones, a lo largo del próximo año y separadas por varios meses, ese mismo sondeo en una muestra adecuada de la sociedad española, podrán obtener aproximaciones al impacto social que tiene y dejará la pandemia. Eso para empezar.

¿Cuántos estudios de los que pueblan nuestros webinars han usado estos datos o una metodología pareja? En el mundo de la 'fast truth' científica no hay paciencia. Es mejor ir delante y si llega Godot, que le digan que espere. Se me viene a la memoria el gran Jep Gambardella, escéptico protagonista de 'La gran belleza' con su monólogo: «Todo está resguardado bajo la cháchara y el ruido, el silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. La decadencia, la desgracia y el hombre miserable». En 1946, tras ese gran cataclismo que fue la II Guerra Mundial, el periodista sueco Stig Dägerman recorrió la Alemania destruida a sangre y fuego. Y con los testimonios que recogió de los alemanes supervivientes, miserables y humillados, escribió una crónica límpida e inexpugnable titulada 'Otoño alemán' donde alumbra un aserto decisivo: la necesidad de consolación del ser humano es inagotable. El ser humano no puede renunciar por mucho que lo intente a la parte trágica de la vida porque en nuestras vidas está inscrito lo inconsolable. Sobre el trabajo de Dägerman, que se quitó la vida con 30 años de edad, ha tejido el pensador francés André Comte-Sponville: «Lo inconsolable y otros impromptus», un estimable ensayo donde aboga por un cambio social en la gestión del sufrimiento humano. Para Comte-Sponville: «una tragedia no es una enfermedad, ni la felicidad es un deber ni la tristeza es una fatalidad». Consolar es aplacar un dolor sin corregir su causa y la consolación es un ejercicio inútil, cuando no obsceno, ante un drama humano. Hay que aceptar la tragedia cuando llega y hay que buscar la felicidad en la lucidez, antes que en los disparates optimistas o consolatrices que anegan nuestras vidas. La tragedia no precisa consolación sino compañía, aceptación y alguien cercano con quien compartirla. Concluye Comte-Sponville: «El hombre de hoy prefiere olvidar antes que aceptar que hay dramas inconsolables, prefiere disfrazar el dolor antes que hacerle frente. Pero la realidad siempre se venga: aparentar felicidad es la mejor forma de no ser feliz nunca». Parece, pues, que a la muerte hay que mirarla cara a cara. Esto también lo dijeron el Eclesiastés y Doña Bernarda Alba. Pero por entonces aún no habíamos nominado a Alma-Ata como faro rector de la felicidad humana.