La ciudad, blanca, pintoresca, graciosa, parecía un lujoso broche del manto verde de los campos€», así quedó estampada Málaga por el periodista, escritor y político granadino Pedro Antonio de Alarcón, quien en su obra 'Mis viajes por España', en el capítulo III -de Granada a Málaga-, nos relata la emoción al ver el mundo marino desde la Cuesta de la Reina en 1853: «¡Era el mar, el mar que por primera vez aparecía ante mis ojos! ¡El mar, la patria de todos y de nadie€, y en cuya soledades no somos, ni seremos jamás otra cosa, que unos temerarios, importunos y asustados huéspedes!».

El autor no escatima su admiración por Málaga, por ello evoca sus variadas visitas a nuestra urbe como político y viajero en 1854, como militar en 1859 y como pacífico bañista con su mujer y sus hijos en 1870. Fascinado por esta villa profusa, de edificaciones modernas, «abundantísima en esos obeliscos de ahora llamados chimeneas de fábricas». Lo que más le deslumbra es la forma de ser de sus habitantes, lo que asienta como axioma: «Lo más notable de Málaga son los malagueños», a quienes los describe como un tipo sui generis de formidables recursos para los negocios y que al frío juicio inglés se le une la gracia y travesura de Andalucía: «¡Qué prontitud y qué ingenio en el discurso! ¡Qué maestría para hacer lo blanco negro! ¡Qué arte para pasar de lo patético a lo jocoso€!».

Análisis de nuestra idiosincrasia, la cual nos hace, según el aventurero de Guadix, aplicar la lógica como una perpetua esclava de la elocuencia. Malagueños a los que ahora se les emplaza desde el Ayuntamiento para que dinamicen de nuevo el Centro Histórico, yermo por la crisis suscitada por la pérfida pandemia. Invitados azorados nativos a quienes se convoca para que, entre todos, seamos los artífices del renacimiento de esta «ciudad que todo lo acoge y todo lo silencia», como nos advierte el egregio poeta José García Pérez.