Hace unos días me hice la prueba ELISA para la detección del Covid. Tiene nombre de mujer. Muy apropiado para una cita a ciegas, de esas que conciertas sin saber nada acerca de la persona con la que vas a compartir un paseo, una cena o una vida en el mejor de los casos. Me coloqué una mascarilla nueva FFP2 para causarle una buena impresión. Llegué con varios minutos de adelanto conforme a la hora señalada en el correo de confirmación de la clínica.

-Espere un momento, por favor- me dijo una chica con olor a gel hidroalcohólico.

Tuve que esperar en la calle. Las medidas de seguridad impedían que los aspirantes pudiésemos compartir suelo de espera, mucho menos sala de espera. El trozo de acera frente a la entrada de la clínica era lo suficientemente amplio para que todos mantuviésemos la exigida distancia de seguridad. Nos mirábamos unos a otros con ojos de forajido mientras la morriña interpretaba la banda sonora de 'Hasta que llegó su hora'. La música silbada de Ennio Morricone mantenía a los demás suficientemente apartados de nuestra frontera. Era tal la desconfianza, que los peatones que cruzaron por allí en ese momento podían rozarnos si lo necesitaban, pero a ninguno de los que allí esperaban permitíamos acercarse a nosotros a menos de dos metros. De alguna manera, todos los que estábamos allí éramos culpables de algo que desconocíamos.

Entre los que esperábamos se encontraban compañeros de trabajo y entre ellos se establecía una especie de unidad tribal que espantaba la desconfianza y les permitía compartir un metro cuadrado de acera, porque, como se sabe, el virus no se transmite entre miembros de la misma empresa. Muy al contrario, posibilitaba la formación de aguerridas melés para conjurar la victoria en un partido en el que el rival parecía ser cualquiera de aquellos desconocidos.

El Covid ha cambiado nuestros hábitos sociales. Hemos aprendido a protegernos de los desconocidos cubriéndonos con una mascarilla al abandonar la mesa de una terraza en la que hemos compartido brindis y un rato de charla con nuestros amigos. Todos ellos sanos como una coliflor de temporada. Hemos perdido el saludo en la calle, pero no así el abrazo en las fiestas privadas. Con la mascarilla, hemos ganado un nuevo complemento en el vestir que comienza a ser objetivo de los diseñadores, obligándonos a hacerle hueco en el armario a los diferentes modelos y tonalidades que hagan juego con aquel vestido, pantalón o camisa. Y hemos impuesto nuevos estilos para llevar la mascarilla destacando el modelo piloto de caza, con uno de los elásticos descolgados; el modelo papada, cubriendo la parte inferior de la mandíbula; o el modelo casco de motorista, útilmente colgado del codo.

Una señorita sale de la clínica y grita mi nombre y apellidos. Cuando me interno por los pasillos tras haberme embadurnado las manos de gel, me parece estar en la NASA. Todos los trabajadores ataviados con un equipamiento desechable que les cubre cualquier asomo de piel. Me ocurre como en 'La Rosa Púrpura del Cairo', aquella película de Woody Allen cuya protagonista se introduce en la pantalla Technicolor del cine de su barrio. Salgo de allí con 15 mililitros menos de sangre y vuelvo a la irrealidad de una situación que no acabamos de creernos y que nos mantiene engañados creyendo con certeza la imposibilidad de que este virus se transmita en los botellones, en las terrazas, en las quedadas y en cualquier lugar en el que yo quiera estar con mis amigos. Todos ellos sanos como una coliflor de temporada.