La distinción bizantina entre memorial civil o religioso para las víctimas de la pandemia olvida la cláusula esencial, no estamos para homenajes. En los funerales de Estado de La Almudena, donde hasta la elección del templo espuma redundancias centralistas, había más obispos concelebrantes y autoridades que familiares de los veinte mil fallecidos probables de la comunidad madrileña. Se alegará la distancia social, pero esa norma imponía una reducción de oficiantes y políticos, no de protagonistas reales de la tragedia.

Las críticas a Sánchez por no ser un hipócrita omiten que tenía previsto su propio autohomenaje. No ha pronunciado las mismas barbaridades que Trump o Bolsonaro, pero sus cifras han estado a la altura de ambos. Los aquelarres programados bajo cualquier adscripción se erigen como dique de contención, para neutralizar un descontento que puede traducirse en acciones judiciales. En vez de tanta invocación disimulada a que el Supremo apee de sus pretensiones a los ciudadanos demandantes, se echa de menos un tuit con la sinceridad incandescente de Roberto Speranza, ministro italiano de Sanidad que ya ha declarado ante la fiscalía por la pandemia. «Pienso que todo el que haya tenido responsabilidad en esta emergencia, desde el jefe de la OMS al alcalde del pueblo más pequeño, ha de estar dispuesto a rendir cuentas de su gestión. Es la belleza de la democracia, y es justo que sea así. Por mi parte, siempre tendré la máxima disponibilidad a las investigaciones».

En cambio, los responsables españoles prefieren meter la cabeza debajo del templo. Inclinan la testuz ante niñas de catorce años, un gesto que en otro país se atribuiría a la excentricidad, pero que aquí persigue reivindicar las jerarquías liquidadas por la pandemia. Ningún autohomenaje artificioso a la sombra de deidades religiosas o republicanas suplirá a la exigencia de responsabilidades.