En la película Annie Hall, Alvy Singer (Woody Allen) recuerda un viejo chiste. Dos mujeres mayores están en un hotel de alta montaña, y una comenta: «¡Vaya, aquí la comida es realmente terrible!», y contesta la otra: «¡Y además las raciones son muy pequeñas!». Alvy, mirando a los espectadores, dice que básicamente así es como le parece la vida, llena de soledad, histeria, sufrimiento, tristeza y, sin embargo, se acaba demasiado deprisa. Annie Hall termina con otro viejo chiste. Un tipo va al psiquiatra y le dice: «Doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina». Y el doctor responde: «¿Pues por qué no lo mete en un manicomio?». Y el tipo le dice: «Lo haría, pero necesito los huevos». Y eso es más o menos lo que Alvy piensa sobre las relaciones humanas: son totalmente irracionales, locas y absurdas, pero seguimos manteniéndolas porque la mayoría necesitamos los huevos.

Con el fútbol post-coronavirus sucede algo parecido a los dos chistes que cuenta Alvy Singer en Annie Hall. Es un fútbol realmente terrible, y además los partidos se acaban demasiado pronto. Es un fútbol loco que se cree una gallina, pero los futboleros no lo metemos en un manicomio porque necesitamos los huevos. Ya conocemos el sabor del fútbol sin público, (casi) sin abrazos, con cinco cambios permitidos, balones desinfectados y mascarillas por todas partes. No sabe a nada. Tampoco huele a nada. Le falta corazón, como al Hombre de hojalata en El mago de Oz. Y el intento de dar vida a este fútbol de hojalata simulando el sonido ambiente de los estadios con grabaciones de los gritos de los aficionados es tan discutible como las risas enlatadas en las telecomedias, y tan peligroso como la obsesión de Frankenstein de insuflar una chispa de existencia a su criatura utilizando la electricidad. El fútbol no es una telecomedia, ni un experimento llevado a cabo por un científico que pretendió ser un moderno Prometeo. Sin el corazón del público, el fútbol no es fútbol. La electricidad de un partido de fútbol proviene de las gradas de carne y hueso, no de una grabación. Una cosa es el ambiente, y otra cosa muy diferente es el ruido. ¿Habrá vuelta atrás? El fútbol nació para ser visto en directo por los espectadores. ¿Habrán caído en la cuenta los jefazos del fútbol que los estadios son caros y que el público en las gradas es prescindible? ¿Volverá el fútbol que nos parió? Puede que no. Como dice el historiador Edward J. Watts en su espléndido ensayo República mortal, el conflicto que acabó con la República romana comenzó con el cruce políticamente trascendental de un río físicamente insignificante cuando en el año 49 a. C. Julio César atravesó el río Rubicón con su ejército. Desde el punto de vista logístico, no fue ninguna hazaña. Pero el significado político fue inmenso porque el río Rubicón era el límite entre Italia y la Galia Cisalpina, y el hecho de que César lo cruzase con las legiones bajo su mando significaba eliminar la posibilidad de una solución pacífica en su conflicto con Pompeyo.

Estas jornadas de Liga sin público en los estadios son el Rubicón del fútbol. Desde el punto de vista logístico, jugar un partido en un estadio vacío y con estrictos protocolos higiénicos no es una gran hazaña. Pero el significado político de estas jornadas de fútbol sin corazón es enorme. El fútbol ha cruzado el Rubicón. Un partido de fútbol puede jugarse con grabaciones que den ambiente, y convertirse en una telecomedia con risas enlatadas. La suerte está echada. Los futboleros seguiremos emocionándonos desde casa con este fútbol sin olor ni sabor, y lamentando que las raciones sean muy pequeñas. Y admitiremos que el fútbol sin espectadores en las gradas es tan irracional y absurdo como un hombre que cree ser una gallina, pero no dejaremos de ver partidos porque, ya saben, necesitamos los huevos.