Lunes. Yo lo que quiero es dedicarme a leer 'Ava en la noche', de Manuel Vicent. Sale el mítico criminal Jarabo (Pedro Olea le hizo una magnífica película, episodio, en aquella mítica serie 'La huella del crimen'. Sancho Gracia hacía de Jarabo). También aparece en la novela Edgar Neville. Y muchos más personajazos interesantes. Tumbarme a leer. Sobre las andanzas de la mítica actriz en aquel Madrid. Pero no hay manera. Me inundan las obligaciones. Y eso que yo soy muy de saltarlas o aplazarlas, pero hay como un molesto conato de madurez que me incita a abordarlas e incluso a resolverlas. La venganza contra mi yo responsable será darme a la molicie aunque sea de madrugada, rodeado por una cerveza, patatas fritas y el libro. Hace unos años me perdí por Madrid. Muerto de sed y abatido por el calor, cansado de andar y con ganas de miccionar, me dio por llamar al amigo con el que había quedado. Cuando le dije donde estaba me respondió: ahí vivió Ava Gardner. Busqué la casa. La miré y no le hice una foto. Imaginé a gente semidesnuda bebiendo martinis y a un torero en medio del salón, con su capote y su montera. Orgías al amanecer. Mi imaginación deja mucho que desear. Finalmente encontré una cervecería donde me cobraron cinco euros por una cerveza. Eso sí, era grande y estaba helada, la acompañaban frutos secos y tenían todos los periódicos. No sé el tiempo que permanecía allí pero me gasté quince euros. Que me iba a gastar quince euros solo lo sabría después. O sea, al pedir la primera cerveza no sabía cuanto costaría. Al pedir la segunda mis problemas eran otros y al pedir la tercera ya todo me daba igual. De repente oí a un señor muy elegante, que leía un diario deportivo catalán, decir a su acompañante, vestido de golfista, «Pues por aquí vivió Ava Gardner». El golfista no contestó. Me quedé todo el día elucubrando en cuál habría sido su respuesta. O en por qué no contestó. Inquiriéndome acerca de si su rictus delataba que escondía alguna vivencia que se guardaba para sí. Todo el día pensando en por qué ese diálogo prometedor quedó roto. Y en los quince euros.

Martes. No hay manera. No encuentro un sitio donde preparen bien el risotto. A lo mejor todo es una universal confusión y resulta que lo mío son ensoñaciones y que el risotto es una plasta contundente. Como un engrudo. A lo mejor ese arroz suelto pero envuelto en salsa suave que no se hace pesado no ha existido nunca. Es arriesgados pedir risottos en el país de las paellas. Reírse de los risottos: risotada.

Miércoles. Hablo con el gran Pedro Ramos, escritor, columnista sabatino de esta casa que ha hecho un texto, tal vez puedan leerlo hoy mismo, sobre Andrea Camilleri. Para el suplemento Libros, donde se estrena. Es una alegría leerlo. A Camilleri y a Ramos. Si quiere comprobarlo, vaya a uno de sus talleres literarios. De Ramos. He hecho muchas más cosas interesantes e intelectuales hoy, hombre claro, como ver el programa de Chicote, y si no, podría inventármelas, pero veo más ameno recordar, retener, anclar a la memoria, instante que no volverá, la risa de mi hijo cuando en la piscina lo tiro por los aires. Otra vez, me dice una y otra vez. Se me va la mano y pega un panzazo contra el agua tremendito. Saca la cabeza del agua, me mira -dolorido- muy fijamente y me dice: «Estás despedido».

Jueves. Acostarse de nuevo tras desayunar. Quien lo probó lo sabe. Llego a la redacción y se ha estropeado el aire acondicionado. Se me ocurre un relato sobre unos ordenadores que toman vida y estrangulan a la gente que les rodea. Como en los clásicos del género, dejan a uno vivo para que lo cuente. Nadie le cree. Es un argumento ciertamente asfixiante. El jefe de los ordenadores se llamaría Máximus Conectadus.

Viernes. Me encanta salir en la tele.