Nos guste o no, nos encontramos en mitad de un puente colgante llamado verano desde el que dejamos atrás el epicentro de la insoportable pesadilla del drama vírico: una realidad todavía sangrante y doliente que, a ratos, ya parecieran querer vendernos como onírica. Por otro lado, al frente, sobre la línea del horizonte y tras una indefinida multitud de tablillas sueltas, el final no guarda reparos en presagiarnos la futurible e inquietante amenaza de la réplica. La normalidad que nos dispensan se alza como un producto sintético, artificial, de laboratorio. La voz de los políticos ha perdido la fuerza del carisma que emerge de lo honesto y lo resolutivo para limitarse a fluctuar entre la inconsistencia y el ensayo, no más que a media voz, como una vieja emisora de fondo a la que ya nadie hace caso. Y mientras tanto, la vida ciudadana asoma la cabeza por esquinas y ventanas, pugnando por tomar nuevamente las calles para apaciguar el pasado, sostener el presente y apuntalar el futuro. Quizá, además, el problema lo sea también de nomenclaturas, pues resulta llamativamente complejo hablar de normalidad cuando uno pasea por las calles con la atención puesta en no pisar los regueros de muertos y negocios cerrados. Por su parte, la mascarilla ha venido a potenciar las miradas frente a las sonrisas, las cuales han sido relegadas a la consideración de artículo de lujo, únicamente disfrutable desde los parámetros de la más estrecha y arriesgada intimidad. Ello provoca que las milicias de mascarillados y desmascarillados comiencen a otearse con esa insana ojeriza tan propia de «este tiempo hostil, propicio al odio», que diría el poeta Ángel González, y en el que, «por todas partes, ojos bizcos, córneas torturadas, implacables pupilas y retinas reticentes vigilan, desconfían y amenazan». Por su parte, el Leviatán de la Administración, ese titán cuyos múltiples tentáculos debieran salvaguardar con profesionalidad e inmediatez los derechos de la ciudadanía desde los consolidados parámetros del estado social, permanece duramente adormecido en una suerte de letargo maléfico generador de inabarcables colas, infinitas instancias, ventanillas cerradas, plazos que no se suspenden, expedientes moribundos y horizontes inciertos. Y, en mitad de tales frentes, la muerte, como siempre, continúa dando su más férrea burocracia, en el peor de los sentidos, y nos invita a pasar de la estancia de los velatorios solitarios a la indefinida sala de espera de los certificados de últimas voluntades y de todos aquellos documentos de índole administrativa que, por no llegar, nos impiden pasar la página de lo obligacional para poder llorar, reflexionar, olvidar o festejar la marcha de nuestros seres queridos. Frente al virus que parece haberse retraído, los puntuales rebrotes que los medios anuncian no hacen más que consolidar la idea de que el veneno solamente ha dado un paso atrás para agazaparse como indio tras la mata y a la espera de tomar brío para saltar nuevamente a por la presa social. La cuadrícula métrica generada por la distancia normativa aflora en los espacios de las playas y la hostelería generando una extraña sensación de habitabilidad controlada a la que los pueblos del Mediterráneo no estamos acostumbrados mientras que, por otro lado, no dejan de surgir esquinas, calles, rincones y plazas donde las mascarillas brillan por su ausencia y los colectivos se besan, abrazan, toquetean y lamen como si no hubiera un mañana, haciendo caso omiso a los gritos de esquirol que les resbalan desde los balcones de la vecindad. Los vuelos y las reservas vacacionales se cancelan sin explicación alguna aprovechando el parapeto que genera la paralizada y paralizante inercia resolutiva de las reclamaciones que uno pudiera interponer para hacer valer lo suyo. Los ricos se parapetan, la clase media patalea como puede y los pobres, como siempre, soportan lo venido, lo que está y lo que habrá de venir, todo ello a causa de un virus que lo único que no ha tocado es la pirámide social. Queda, sin embargo, por supuesto, y gracias a Dios, todo aquello que nos sobrepasa y nos mantiene a flote. Quedan la fe, la esperanza y la caridad como virtudes teologales a pie de calle, quedan los libros, las historias y el impulso de la vida que, como el agua, siempre, acaba abriéndose paso a través de la escala de los siglos.