Se quitaron a la primavera sus retoños, ya los brotes no nos traen belleza ni colores, sino malos augurios o falsas promesas, ojalá se alzara la razón y fluyera de sentido emanando actitudes que nos hicieran resurgir de este letargo de la inteligencia, sacudiéndonos la somnífera estupidez que nos encierra.

Recuerdo que en la dura y larga crisis del 2008, de la que nunca llegamos a salir del todo o bien parados, también se hablaba de brotes allá por el 2012, pero en este caso era con una connotación optimista -demasiado-, «brotes verdes» los llamaban, del color de los billetes de antes o de los que escasean ahora, pero nadie los veía, ni a los brotes ni a los billetes, sólo unos pocos privilegiados, lo cierto es que a pesar de tanto anunciar incipientes afloramientos todo acabó como un descampado. Y mucho ha llovido desde entonces, pero poco ha ayudado al campo y siguen yermas las tierras que más se secaron.

Años después continúan los brotes brotando, naciendo nuevos, germinando, desarrollando su aparición en un efecto dominó que domina la actualidad y por medio de ella a nosotros. Anteayer en unos pocos sitios, ayer en algunos otros, hoy ya mucho más repartido, mañana parece que seguirá incrementando la imparable reconquista de espacio en las calles, plazas y playas, que terminará por desplazarnos y llevarnos a casa. Esperemos que sepamos pararlo a tiempo, no sé si aguantaríamos otro encierro tan disciplinadamente como el primero, ya vemos que ahora hasta cuesta que algunos se pongan una simple mascarilla. Será por no taparse lo guapo o porque son tontos del brote. Hasta tal punto se ha puesto de moda no ponérsela, que ya han empezado a declararla obligatoria en algunas localidades; donde no llega la conciencia siempre alcanza la economía. Nada como una multa para discernir entre el bien y el mal con claridad.