En una tarde de verano, descubrí, tras las sombras con renglonaduras de una persiana en un balcón de la infancia, que sabía leer y escribir gracias a las madres Concepción y Trinidad -del Colegio de la Orden de las Mercedarias- bajo el aroma de un mandarino centenario.

En una tarde de verano, vi la luz de la mirada alumbrada de mi madre cuando le enseñaba las notas de fin de curso. Ella es una excelente cómplice para hallar el conocimiento.

En una tarde de verano, comencé a aprender a rezar ante el Sagrado Corazón por tantas conflagraciones irracionales; una atmósfera singular propia de Málaga en estío inundó la plaza de San Ignacio. La calle Compañía se ciñó ante mi revelación.

En un tarde de verano, vislumbré, entre los recodos del Barrio Alto, la iglesia de la Santa Cruz y San Felipe Neri - unos de los mejores barrocos conservados en la urbe-; calle Parras, donde la convivencia y la química generosamente alegre entre vecinos fluían con el único y armonizador saludo de una sonrisa; calle Cabello, lugar mágico dibujado sobre un empedrado que completaban tus pasos para sellar un poema jamás escrito.

En una tarde de verano, con mi compañero del alma y singladura, Juan Carlos Rosa, anoté en mi cuaderno de Bitácora la aventura más fascinante que habíamos creado hasta entonces: compartir un libro; acto que nos unió más aún para todas las décadas por llegar.

En una tarde de verano, comencé a proyectar el concepto amigo como eje de mi vida; no tan solo sobre el recuerdo de un proceder joven y alegre. No. La adhesión serena, la cual genera la venerada amistad, se transforma en la mejor silueta de quienes te acompañan en este particular camino a través de nuestro propio desierto. En una tarde de verano, reflexiono en toda una existencia en esta ciudad e íntimamente sonrío. Gracias amigos.