Han fracasado de momento, como muchos nos temíamos, las negociaciones en el marco de la OCDE para gravar a las grandes tecnológicas donde ofrecen sus servicios y obtienen sus ganancias.

Ganancias que han aumentado por ciento exponencialmente con ocasión de la actual pandemia del Covid-19 durante la cual no ha dejado de crecer en todas partes el negocio digital.

La armonización fiscal para evitar competencias desleales entre países se está demostrando tan difícil como acabar con los paraísos fiscales, dadas las resistencias de muchos Gobiernos, que se benefician del actual estado de cosas.

A algunos les extrañó incluso que el presidente de ese país, Donald Trump, aceptase encargar a su secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, que se sentara a negociar con los europeos y otros gobiernos un acuerdo multilateral.

Pero como ha ocurrido en tantas otras ocasiones con el presidente del «America First», su Gobierno terminó abandonando la mesa de negociaciones y amenazó a los europeos con tomar represalias en el caso de que aplicaran ese impuesto.

Los gobiernos de todo el mundo ven en los gigantes tecnológicos, radicados en su mayoría en la costa este de EEUU, una potencial fuente de ingresos fiscales ya que el futuro se presenta cada vez más digital.

El desafío consiste en convencer a todo el mundo de que esas empresas deben pagar impuestos en los países donde ofrecen sus servicios y obtienen sus ganancias aunque no tengan presencia física en los mismos.

El Gobierno indio decidió ya, por ejemplo, aplicar a partir del pasado abril un impuesto del 2 por ciento a la venta «on line» de mercancías y servicios, algo que les gustaría hacer también a otros gobiernos.

Circulan mientras tanto por ahí propuestas como la de gravar los derechos de propiedad intelectual, dada la peligrosa tendencia del sector privado a patentarlo todo: incluso las semillas o el material biológico.

El economista estadounidense Dean Baker aboga, entre otras cosas, por limitar las condiciones de los copyrights y las patentes y obligar, llegado el caso, a las empresas a compartir los derechos de propiedad intelectual.

Otra idea sería que los gobiernos adquiriesen esos derechos para pasarlos a la colectividad, lo que, en opinión de muchos, contribuiría a fomentar las innovaciones en todos los terrenos, incluido uno tan importante como es el de la salud, fuente de inmensos beneficios privados.

Otra conocida economista, Mariana Mazzucato, se ha dedicado a analizar el importante papel que ha desempeñado en los últimos tiempos el sector público en el desarrollo tecnológico.

Es pura ideología, según Mazzucato, decir, como dicen algunos, que si no hay un Facebook o un Google europeos es porque no existe aquí un enfoque de libre mercado como el que impera en Silicon Valley.

Casi todos los inventos que se han producido allí, desde los algoritmos de Google hasta el coche eléctrico de Tesla, se han beneficiado de importantes investigaciones de base financiadas con fondos públicos.

En unos casos, como el de Google, las subvenciones llegaron de la Fundación Nacional de Ciencia; en otros, como el de Tesla, del ministerio de Energía, y en otros muchos, como ocurre con internet, del Pentágono.

Pero a los gigantes del sector tecnológico les interesaba difundir otro relato: el de que todos sus inventos e innovaciones se debían a la iniciativa privada y al genio de unos cuantos jóvenes encerrados en garajes en las costa este de EEUU.

Todo ello mientras se ocultaba el papel del Estado y los beneficiados por su generosidad pagaban a poderosos lobbies para que presionaran a favor de la desregulación y la rebaja de la presión fiscal. ¡Es hora de acabar con esa ficción!