Pedro Crespo, el alcalde de Zalamea, dice en un momento de la obra: «Al rey la hacienda y la vida/ se ha de dar, pero el honor/ es patrimonio del alma»...

Al rey, que es rey porque se ha determinado que su sangre y su cuna es mejor que la de los demás y por eso nace con derecho a la hacienda y la vida, se le pone todo en las manos a condición de que no tome nada.

Hay oficios que se justifican únicamente en la ejemplaridad. Y para ser ejemplar es fundamental contener las manos, no meterlas donde no se debe, no dejar que vayan de las monedas al pan, de lo mugriento a lo limpio, de lo sagrado a lo despreciable. Cada quien debe saber dónde no meter sus manos, porque al fondo de las manos de cada uno está todo su pasado y también su futuro.

Yo, que tengo en alta estima a las mías, siempre he vigilado dónde las posaba, que quien quita la ocasión quita el peligro.

Son las mías unas manos plebeyas, como las de cualquiera. Tienen un pasado campesino y metalúrgico. Araron y ordeñaron, combatieron contra tercas tuercas y luego desertaron para, de sol a sol, igual que antes pero de otra forma, labrar palabras. Desde entonces viven así, empeñadas en escribir su propia suerte.

Quizás por eso he llegado hasta aquí teniendo en ellas tan solo unas cenizas azules, y me bastaría con que fuera lo último que tuvieran cuando ya nada quede, cuando presienta el peso de la tierra. Es suficiente para no acudir a la cita con las manos como un yacimiento de vacío, llenas de nada, sin un verso siquiera que alguien, alguna vez, pueda olvidar.

Mis manos, mis pobres manos, siempre a la intemperie, con su decida vocación de vacío. Ahora, al anochecer, suelen dolerme fieramente, acaso porque se amontona en ellas el óxido de la luz, la sombra de lo vivido. No siempre ha sido así. Una vez tuve unas manos de domingo que acunaban pájaros y otras formas de la espuma. También tuve manos pretendientes, capaces de la luz y la memoria, del temblor de la piedad. Y tuve manos de equilibrista, manos alzadas y en llamas, pero se me hicieron utillaje, parte material de la caldera. Hace tiempo ya que las tengo cansadas de la faena, de recoger el violeta de las tardes, desmoronadas de tanta labor y tanta briega. Quién creería, al mirarlas, que pasa por ellas, a veces, la ternura.

Mis manos, mis pobres manos, plebeyas y laboriosas, iguales a las de cualquiera acaso porque jamás tomaron la vida y la hacienda de nadie, empeñadas nada más en el honor de ser útiles.