La mayoría de las personas que consumen -si se permite la expresión- asuntos cofrades, están atravesando un desierto extraño, difícil y que pone en cuestión parte del sistema.

La pandemia nos ha arrebatado la protestación pública de fe a través de las procesiones. No ha habido procesiones en Semana Santa. Está por ver si las habrá el año que viene pero todo hace pensar que es complicado que sea como hasta ahora, en el caso hipotético de que se pudiera celebrar.

En cualquier caso, para los cristianos católicos cofrades -triple c-, la cosa se ha dado la vuelta y de un día para otro ha desaparecido la floritura. No hay aditamentos de fe. Desapareció el boato, la pompa y el pan de oro. No están las ricas telas, los bordados y el terciopelo. ¿Qué hay entonces? Nada. Y es que, por no haber, no hay ni gente. Y es tal el punto de desconcierto que, conforme avanza el tiempo, se da por hecho que el procesionismo ha pasado a un segundo plano en nuestra tierra.

Nadie se plantea ahora mismo nada que no sea virtual o sencillamente pulcro y escueto en medidas de seguridad en lo que a actividades cultuales se refiere.

No ha salido la Virgen del Carmen. Y eso en el sur es algo de calado. Y las celebraciones se han trasladado a las redes sociales. Cosa extraña pues ya nada huele. No hay sonidos y solamente ves caras. La vida de los capillitas está en pause. Y puede que la herida se convierta en brecha para muchos. Un tajo que separa en dos las notorias diferencias entre la religión y la fe. Supuestamente imposible pues todo debe ir en el mismo paquete.

Pero en esto de las cofradías se confunden sin querer muchas cosas. Y se mezclan sentimientos. Y todo cambia muy rápido. Como ha pasado ahora. Donde la religiosidad popular no ha existido y por lo tanto para muchos tampoco la propia fe.

Quizá sea útil no devolverles jamás dicho aditamento pues se entretenían con lo vacuo disfrazados de profundidad.

La fe nos ha dado una pedrada en la cabeza y la sangre corre hasta el suelo.

Porque con la pandemia hemos ido al trato y a la verdad con la religión y las creencias populares cuestionables y la superchería de muchos han gripado su motor. No han podido superarlo. Y se han quedado sin fe. Y sin memoria. Y sin capacidad para asumir que carecía de sentido su uso indiscriminado de lo sacro santo para cosas insostenibles.

Por eso estamos en momentos de fe verdadera. De jugar al juego de la creencia sin las instrucciones ni los trucos. A ser o no ser creyente. Sin ayudas ni promociones. Sin dos por uno en túnicas y capirotes. Sin la sonrisa perdida de quien se ilusiona por salir en su Hermandad. Sin el vínculo familiar y el calor humano de tus cercanos el día de la procesión. Sin preparativos fraternos. Sin nada que no sea la soledad y el creer en él.

Y con eso ha tropezado Ernesto Artillo. Un hombre que habita en la escala de grises y el color carne. Ése que nunca tenías en el estuche pero que era tan valorado por ser justamente necesario. Artillo es de Málaga. Mucho. Y matemático. Traza problemas al público y a su vez resuelve las ecuaciones de éstos. Y acierta.

Porque plantea una solución racional a elementos del todo complejos para el común de los mortales. Y la cosa queda orillada para el que quiera ver más allá.

Las tradiciones vinculadas a lo espiritual corren el riesgo de acabar convirtiéndose en un carrusel de cosas bonitas y vivencias heredadas sin nada más.

Por eso quizá sea bueno ver a través de Artillo. Y comprender que todo lo que armamos, o tiene fundamento y es fe sin más, o se tratará de lo que quieras, menos de aquello que realmente es.

Ten fe. La petición perpetua que nos acompaña en la vida. Fe a la vida. Fe a la muerte. Fe por la fe. Ruego pluscuamperfecto, pero tan vacío o lleno según te lo creas. Y por eso buscamos la ayuda. El soporte. La vestidura. Un extra que facilite las vías de comunicación. Y quizá la pandemia nos deba haber servido para ordenar y tirar aquello que complementa, pero aporta poco.

Esos sagrados titulares que hacen que experimentes tribulaciones más que sospechosas sin llegar a comprenderlos de la manera adecuada.

La adoración a través de la veneración está en horas bajas por lo difícil del asunto y lo atractivo de adorar a lo que no se debe.

Ernesto ha llevado a cabo, dentro de un documental sobre/por/para el Niño de Elche, una exposición visual donde un grupo de personas desprovistas de ropa, emulaban una procesión, cargando con un trono irreal, sin oro ni plata. Eran hierros y carne. Con una imagen oculta tras un lienzo blanco. La nada y el todo. Eran lo que realmente somos nosotros en Semana Santa cuando portamos una sagrada imagen pero que queda oculto tras el vestido en todos los sentidos. Una estampa la de Artillo que pronto veremos en condiciones pero que, simplemente al apreciar las instantáneas, ya invita a la reflexión y el análisis de nuestro papel como cofrades y seglares.

En la historia ha participado mucha gente. Cofrades y profanos en el asunto. De Málaga. De fuera. Y al final, todos han saboreado las mieles del misterio que alberga la fe.

Por eso dicen que mueve montañas. Aunque lo que le sigue costando mover es la ceguera de muchos. Que siguen tropezando con la anécdota, el chascarrillo y la crítica densa como la mermelada.

Mientras tanto, Málaga seguirá de reojo a Ernesto.

Porque no sabemos lo que hace hasta que se asoma. Y de repente nos damos cuenta de que no ha inventado algo que te emocione. Lo único que ha hecho es señalar en lugar en el que lo tenías guardado.

Incluso la fe.

Viva Málaga.