En Europa laten al menos dos corazones. El primero nos habla de la urgencia de una mayor integración. A la moneda única y al Banco Central habría que sumarles un Tesoro europeo, una defensa común, los eurobonos, una seguridad social comunitaria, una política exterior consensuada y, seguramente, el cultivo de símbolos identitarios compartidos; en suma, una meganación ideal superpuesta a las patrias pequeñas que conforman el continente. Es el anhelo de una especie de Estados Unidos de Europa que superen a la actual Unión; el paso de una confederación relativa a una federación plena, capaz de hablar de tú a tú a los grandes imperios de hoy, América y China. El segundo corazón, sin embargo, padece la arritmia de un escepticismo no exclusivo de los populistas. Euroescépticos los hay en la derecha y en la izquierda, entre los liberales y los conservadores, entre los socialdemócratas y los comunistas. La escuela escéptica no es antieuropea; al menos, no en principio. Aun así, recelan de los proyectos tecnócratas diseñados de arriba abajo que, a pesar de defender unos altos ideales, ofrecen resultados más que cuestionables. Aceptan las ventajas del comercio y de la libre circulación de trabajadores, pero quizás no hubieran querido llegar nunca a la moneda única, aunque ahora transijan a regañadientes. Su modelo, más que el Reino Unido, serían Suecia y Dinamarca, que se mantienen dentro de la Unión pero fuera del euro, es decir, como países europeos con mucha mayor autonomía nacional. El concepto clave sería, en efecto, el de soberanía.

Para los primeros, la respuesta a la crisis económica provocada por la Covid-19 tiene que ser comunitaria; para los segundos también, pero en primer lugar nacional. Los euroforofos reclaman grandes transferencias presupuestarias, a poder ser sin coste para los países receptores. Es el sueño de Pedro Sánchez y de los gobiernos endeudados del sur, que prosiguen con sus políticas expansivas del gasto a la espera de que otros paguen por ellos: el BCE con intereses negativos, por ejemplo, o la generosidad de los socios ricos del norte. El problema estriba en que las naciones frugales exigen sus garantías. Si el sur es euroforofo, el norte se ha vuelto eurófobo. El primero pide más Europa -sobre todo, transferencias gratis de dinero- y los segundos reclaman reformas y austeridad. Al final, hablamos de dos culturas diferentes que intentan comunicarse en lenguas distintas.

De hecho, detrás del fracaso de la políglota Nadia Calviño se encuentra esa desconfianza de raíz. ¿Cómo dejar la coordinación de la economía europea a un país incapaz de poner orden en sus cuentas públicas? Pero más allá del hecho puntual, subyace el debate de fondo entre una mayor o una menor integración europea. Y la respuesta sólo puede hallarse en un punto intermedio, que suponga por un lado dar pasos adelante -una vez puesto en marcha el euro, el proceso es irreversible- y, por el otro, exigir mayor madurez y responsabilidad a las sociedades más reacias a las reformas. No parece que haya otro camino posible. Llegará el dinero europeo -recordemos que, en caso contrario, a partir de octubre empezaríamos a sufrir serios problemas de liquidez-, aunque lo hará condicionado, por más que nos digan o nos quieran hacer creer que no. Condicionado a la aplicación de recortes presupuestarios, subidas de impuestos y reformas legales e institucionales. Será doloroso, sin duda, pero probablemente necesario. Si Europa tiene algún futuro es ese, porque si no la alternativa es que los dos corazones se desajusten cada vez más hasta romperse definitivamente.