La vieja sabiduría popular viene anunciando desde sabe Dios cuándo que la cara es el espejo del alma. Sin duda alguna, la faz puede llegar a desvelar ante los demás las melodías más ocultas e íntimas que resuenan en nuestro interior. No seremos, pues, portadores de toda la esencia que significa el otro hasta que no dejemos caer el velo que antecede a su rostro. Así lo inspira el salmo 26 desde la apesadumbrada plegaria de un alma atormentada: «Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro». En el mismo sentido, la más bella de las bendiciones que ha conocido la historia y que parte del capítulo 6 del libro de los Números, bendición ésta que, posteriormente, también adoptó San Francisco de Asís, igualmente se derrama con generosidad desde los parámetros de la confianza que otorga la indiscutible nitidez del rostro y la mirada: «Que el Señor te bendiga y te guarde, haga brillar su rostro sobre ti y te conceda su favor, vuelva su mirada hacia ti y te conceda la paz». Lo definitorio de un rostro desde la metáfora, desde la sensación y desde el inconsciente colectivo pareciera llevarnos de la mano a la luz, mientras que un rostro embozado, oculto y desconocido nos hace deambular por los parajes de la sombra y la incertidumbre. «Se busca, vivo o muerto», rezaban los carteles de los cazadores de recompensas del salvaje oeste sobre el esbozo de un rostro como único medio de identificación. Desde dicha postura emergen, verbigracia, leyendas como la de aquella máscara de hierro carcelaria que intentaba ocultar a perpetuidad el rostro, la identidad, del desdichado, dicen, gemelo de Luis XIV. Pero no se confíen, desde un punto de vista ontológico y a pesar de este carácter tan propio de la metonimia que viene a identificar al ser con su rostro, bien podríamos afirmar sin demasiado temor que, a pesar de lo dicho, la cara no deja de ser un aliño más de entre todos los que envuelven nuestro cuerpo y que, por consiguiente, como mero tuneo, no alcanza siquiera a pincelar lo que es o deja de ser la persona que la sostiene. En este sentido, la gloriosa V de Vendetta apuntalaba con sublime clarividencia: «Hay un rostro bajo esta máscara, pero no soy yo. Ese rostro no me representa más que los músculos y los huesos que hay debajo». E igualmente, desde dicho enclave, también podríamos proclamar que la belleza del gesto tampoco tiene por qué llevar aparejada forzosamente la del alma, como bien se nos muestra en El retrato de Dorian Grey. Hay máscaras iconográficas, como la de la peste, que si bien fueron utilizadas por los médicos del XVII para defenderse de la enfermedad alejando su acceso respiratorio por medio de sus carismáticas narices alargadas y puntiagudas, posteriormente ha sido objeto de ecosistemas más festivos, elegantes, inquietantes y misteriosos como los que concurren en las galas del carnaval de Venecia o en las orgiásticas convocatorias secretas de la inolvidable Eyes wide shut. La máscara del zorro no tenía otra función que ocultar el rostro de aquel que defendía al pueblo frente a la tiranía de sus gobernantes, la máscara de Vader era, le pese a quien le pese, totalmente terapéutica y la de Jason puramente prescindible, puro atrezzo, puesto que lo mismo nos diera que el medio metro de puñalada trapera nos ensarte los hígados a rostro cerrado o a rostro descubierto. Pero hay, además, incógnitas gestuales cuyo misterio no sólo no resta carisma a su portador sino que, además, lo ensalza a los altares del mito. Y si no, pregúntenselo a las milicias villanas y policiales de Gotham que, por no comprarse un cómic, todavía malviven sin saber quién es Batman, o a las hordas de paparazzis de Cerrojazo que suspiran y seguirán suspirando por captar el rostro de la enigmática So Blonde. Por nuestra parte, al pueblo llano, no nos queda más que la mascarilla de la Covid, ésa que sacrifica la sonrisa en pos de la mirada, esto es, la que permite identificar al contacto pero no sus intenciones, la que cuestiona el término normalidad dentro del sintagma de la nueva normalidad, aquella cuya llevanza o ausencia ya trae consecuencias normativas y que ya ha tomado posicionamiento como desecho contaminante en nuestras calles, plazas, mares y océanos.