El asunto de las mascarillas tiene al Ayuntamiento mosqueado. No es para menos. La salud es lo primero, siempre que no haya una obra de por medio. A una obra menor, no hay mascarilla que valga ni policía local que pueda hacerle frente. Si no, que se lo digan al albañil que está trabajando en el piso de arriba de mis padres. Esgrime los artículos de las ordenanzas municipales mejor que un palustre. Desde que se mudó allí, el vecino de arriba ha remodelado el piso más veces que el pavimento de la Plaza de la Merced. La indecisión tiene un coste. Una de dos, o a mi vecino no acaba de convencerle la distribución o no sabe dónde gastar los cuartos. El caso que ahí están, todos los días a partir de las ocho, como un clavo, y a juzgar por los tozudos martillazos, se emplean en clavarlo hasta las diez de la noche. Ese es el horario que permite la ordenanza municipal para la prevención y control del ruido, artículo 44: «En relación con los ruidos producidos por la actividad humana queda prohibido realizar cualquier actividad perturbadora del descanso siempre que por su intensidad o persistencia genere molestias a los vecinos que, a juicio de la Policía Local, resulten inadmisibles. Se exceptúan de lo anterior las obras y reparaciones domésticas que se realicen en el interior de las viviendas siempre que tengan lugar entre las 8:00 y las 22:00 horas». Los albañiles del bloque de mis padres no sueltan el martillo ni para almorzar. Para que luego nos acusen en el norte de Europa de que nos gusta dormir la siesta. A mi madre, en estadío V de Parkinson, le asustan los mamporros. Se pasa las horas acompasando su débil llanto con los golpes, sin que mi padre, con ochenta y cinco años, pueda hacer algo para aliviarla. El Ayuntamiento y la Junta de Andalucía, dedican recursos de su presupuesto a cubrir parte de las necesidades de las personas dependientes. Pero poco pueden hacer con los permisos de obra en los bloques de vecinos, porque donde se ponga una reforma, que se aparte cualquier consideración de salud o dependencia. El pasado domingo, fuimos a sacar a mi madre a tomar el sol en la plaza del barrio. Con mascarilla, por supuesto. Nos fue imposible introducir la silla de ruedas en el ascensor porque los albañiles habían forrado con maderas las paredes de habitáculo para no dañarlas. Muy considerado por su parte. Regresamos del paseo sin haber salido del portal, total mis padres ya están experimentados en el confinamiento. Entonces llegaron los golpes. Toda la casa retumbaba como el interior de un bombo. Subí al segundo piso para pedirle amablemente a aquellos domingueros del trabajo si era posible que dejaran de dar martillazos, teniendo en cuenta que era domingo. El trabajador se molestó por tener que darle una tregua al tabique y me contestó —utilizando el martillo de su voz— que la ordenanza municipal le permitía dar golpes a cualquier hora desde las 8 hasta las 22 horas y en cualquier día de la semana, y añadió que no volviese a molestarle. ¿Molestarle yo? Ojalá pudiera, pero desgraciadamente no tengo ninguna buena ordenanza a mano. Digo yo, Sr. De la Torre, que algo podremos hacer con las ordenanzas cuando son injustas y desproporcionadas con las personas más vulnerables. ¿De qué sirve rogar silencio en los hospitales si no respetamos a los enfermos cuando regresan a su hogar? ¿De qué sirve apagar las canciones de la cuarentena en la zona acústicamente saturada, si en el interior de los bloques permitimos los mamporros de las obras durante 14 horas, 7 días a la semana? Marina lloraba amargamente porque sus padres no le dejaban ensayar con su nuevo violonchelo. El motivo, me dijo su madre, era que un vecino les había denunciado por ruido. No te preocupes, le dije, yo tengo la solución. ¿Has pensado en reformar la casa?