En noviembre se elegirá al presidente de más edad en la historia de los Estados Unidos. Trump tendrá entonces setenta y cuatro años y Biden habrá cumplido los setenta y ocho. Ni aquellos carcamales del politburó que se asomaban al balcón del Kremlin eran tan mayores. Breznev, por ejemplo, llegó al poder a los sesenta. Como en las gerontocracias orientales, la principal economía del planeta se encamina a ser dirigida por veteranos, lo que a buen seguro derivará en un previsible efecto mimético en occidente. Hasta ahora, se había instalado la creencia de que un líder joven era garantía de éxito en las urnas. La audacia, lozanía y pujanza juvenil han sido elementos demasiado estimados socialmente, arrinconando a esa otoñal reflexión que las grandes civilizaciones siempre apreciaron, con el senado romano a la cabeza. La bisoñez ha acabado desplazando a la experiencia en el inventario contemporáneo de mandatarios, aunque nos cueste recordar muchos de sus nombres. No sucede lo mismo con los ilustres decanos de la democracia universal, como los padres de la Europa unida o algunos otros longevos, como Churchill o De Gaulle. Los también curtidos Pertini y Napolitano bajaron la colina del Quirinal frisando los noventa. Y octogenarios lo hicieron Mitterrand, Reagan o el uruguayo Mujica. Con discreto éxito censuró Ortega hace un siglo la efebocracia, que en nuestro caso ha ido creciendo como la espuma. Quienes encabezan hoy las listas electorales no suelen alcanzar la cincuentena. Ni han cotizado tampoco en servicios fuera de la política, por regla general. Se trata habitualmente de personajes sin trayectoria laboral, profesional o empresarial reconocida lejos de sus partidos, y que a esa liviana mochila deben añadir la natural falta de maestría que se mitiga a golpe de trienios. Desde la restauración democrática, y tal vez como reacción a un régimen anterior copado por jerarcas artrósicos, no hemos salido de ese esquema monopolizado por principiantes, salvo contadas excepciones. En esto, desde luego, nos distanciamos bastante de los americanos. A la edad de quienes nos representan aquí, Joe Biden capitaneaba con autoridad el comité de asuntos judiciales de la cámara alta estadounidense y Donald Trump estaba metido de hoz y coz en sus prósperos negocios inmobiliarios. Se verán las caras por vez primera y muy entrados en años en unos comicios, pero tras labrarse unas ejecutorias verdaderamente sobresalientes, aunque me permitirán el ligero corporativismo de subrayar la del candidato demócrata, un fino jurista al que se atribuye la ley penal que lleva su nombre y rige en la tierra del tío Sam desde 1994. El gobierno de las canas, por consiguiente, parece querer resurgir cuando ya dábamos por sentado que viviríamos una eterna tiranía juvenil. Aunque en el escenario político actual coincidan adultescentes setentones que debieran seguir yendo al pediatra y mozos hechos y derechos capaces de afrontar retos imposibles, bien está que sepamos retornar al sabio equilibrio que solo proporciona el paso del tiempo. Y mejor aún si aprovechamos esta interesante coyuntura para ir frenando en seco las cargantes aspiraciones de los que ni tienen edad, ni preparación, ni recorrido vital consistente para guiar los destinos de nadie, aunque acumulen desparpajo y dominen a tope las redes sociales para ilustrarnos a diario de su superficialidad.