La quema de libros para neutralizar las ideas disidentes siempre había proporcionado mucho placer a sus autores. Elisa lo sabía, pero no quería hablar de eso con su marido -ahora se decía su «regenerado»-, de profesión pirómano de libros prohibidos, una especialidad muy bien remunerada en el nuevo régimen y que se situaba en los escalones más altos de la pirámide social. Ella, incluso, había conseguido tiempo atrás leer 'Fahrenheit 451', de Ray Bradbury, considerada una de las grandes obras distópicas de todos los tiempos, pero pronto tuvo que hacer desaparecer aquellas páginas para no correr el riesgo de que alguien la denunciara y fuese arrestada, o algo peor.

En aquella obra aprendió que en la escala Fahrenheit, 451 es la temperatura a la que arde el papel, el equivalente a 232,8 grados Celsius. Como aquellos protagonistas de la obra prohibida, también pertenecía a una red de resistencia que leía libros a escondidas, aunque no los aprendían de memoria, y veían películas en viejos aparatos que ya no se comercializaban. Recuerda que la última cinta de la que disfrutó fue 'Un mundo feliz', basada en la novela de Aldous Huxley, y había oído que había copias, muy pocas, de muchas otras bobinas ya destruidas. Pero también fueron censurados -antes de que llegara la hora del fuego- muchos libros, la serie 'Los Cinco', best seller mundial, de Enyd Blyton; el 'Ulises', de Joyce; 'El señor de los anillos', de Tolkien...; y las tribus de España atacaron, por ejemplo, a Javier Marías o a Arturo Pérez Reverte, como antes a Pablo Neruda. De igual modo, habían sido blancos de las hordas purificadoras por sus «facetas misóginas» autores «legitimados como hegemónicos», como Kant o Nietzsche, y antes Platón, sin que escaparan al Gran Ojo cuentos infantiles como 'Caperucita Roja' y 'La bella durmiente' porque, según sus detractores, reforzaban estereotipos como el de la familia tradicional. 'La bella y la bestia' sería un caso de acoso sexual en el trabajo, y 'Blancanieves' otro de la cultura de la violación; les seguían 'La historia interminable', de Ende, y miles de otros títulos. Pero en esos tiempos solo se practicaba la censura, después todo fue pasto de las llamas.

La red a la que pertenecía Elisa -y había otras, pero no se conocían entre sí como medida de seguridad- ya había tenido varias bajas a cargo de los grupos identitarios, que hacía tiempo que sustituyeron a la policía y el ejército; ellos se hacían llamar la Policía del Pensamiento. A través de los móviles que todos los ciudadanos estaban obligados a llevar, éstos eran controlados con distintas aplicaciones acerca del lugar en el que se encontraban, de qué hablaban y con quién estaban. Es cierto que había contra programadores clandestinos que, con sus desarrollos, burlaban algunos controles, pero los esbirros del régimen rápidamente difundían contramedidas y, en muchos casos, localizaban a los que consideraba enemigos de la sociedad, como fue el grupo descubierto en un edificio del complejo Tabacalera, y allí mismo fueron ejecutados los subversivos, que no se habían dejado convencer de que lo mejor para la Humanidad era seguir las llamadas «sensibilidades» que desde el Poder se decidían. Casi siempre se optaba por la ejecución, pero en los casos en que convenía mantener con vida a los apresados éstos se convertían en presos políticos hasta que reconocían su error y se incorporaban al gran aparato de propaganda del Gran Ojo; si aquí volvían a reincidir serían linchados por las hordas, elegidos sus componentes con rigurosos baremos del desempeño de su celo agresor.

Elisa solía decir a sus más próximos que «tengo miedo de los perros que me dicen que no muerden», y los demás se sonreían, con complicidad, sabiendo lo que quería decirles. En ese momento, entregada a estos pensamientos inconfesables, por cuanto prohibidos, llegó su «regenerado», desplomándose en el sofá. Hoy hemos tenido mucho trabajo -dijo con voz queda, mirando el techo-, encontramos traidores en El Palo y en las instalaciones de lo que fue el Parque Tecnológico. Y se quedó callado y con los ojos muy abiertos. Elisa lo miró fijamente puesta en pie a su lado. Verónica Volkow había escrito:

Desde hondo extrae la rosa su fraganciabuscando adentro de sí esa bellezaque nos llama en lo interno a procurarlacon los ojos cerrados... sin tocarla.Y tomarla sin piel, vestida en sueño,poseerla en lo interno suspendidacon su intangible ser venido lejosde geometría perfecta e inconclusa.