Un oficio de frontera. Independiente entre dos mundos a los que se pertenece, o a ninguno. El de los fotógrafos nómadas es uno de los pocos que responde a la exigencia de ser exploradores solos, en busca de territorios en los que reconocer el presente de un pasado o un futuro posible. Su cualidad es poseer mirada para penetrar en un acto de amor, y saber marcharse después de los disparos en distancias cortas. Esa experiencia deja siempre tres huellas. La que se descarga a oscuras en la intimidad cuando se regresa lleno de imágenes; la que se expone públicamente a los demás; la que irá transformándose en un tatuaje en el envés de la piel. Tienen mucho de corresponsales de guerra los fotógrafos que en realidad cruzan vidas como campos de batalla, donde la muerte posee otros rostros, un desgarro diferente, y al contrario que en las contiendas del combate una poesía de lo existencial y de lo abstracto. En ese oficio hay uno que tiene nombre de boxeador welter en blanco y negro -como mi admirado Perico Fernández y su derecha de sombra al contragolpe, escudriñando el movimiento y crear la zona- y de solista de orquesta de noches con swing de seda entre las yemas. En realidad Ricky Dávila es un poeta visual que escribe con sus fotografías sobre todas las cosas del mundo. Las que están en lo real, suceden, se pierden y a diario se reconstruyen y se repiten. Aquellas que son ficciones cuando su mirada se posiciona en la luz y concibe un fragmento de instante y clima que nos cuenta una historia. Neorrealista, descarnadamente Bukowski, con el humor de Jacques Tati, surrealista como Boris Vian, y Cioran sobre las emociones a las que Proust les inventó sus tiempos dentro del tiempo. Hay mucho también de Shakespeare en los rostros que retrata este escritor de figuraciones con ojos del color de la melancolía en un día de lluvia, y don de gentes para conversar de calle a través de la cámara. No le gusta demasiado a Ricky Dávila contar con palabras acerca del nihilismo de sus imágenes, de sus temperaturas introspectivas. Su lenguaje son sus fotos, y su mayoría tienen una gramática narrativa. No obstante cuando le peguntan se desenvuelve convincente, sabiendo lo que argumenta, poético en ocasiones, con voz sencilla, cansada quizá de explicar aquello con lo que cada uno ha de entenderse. Hay algo en Ricky Dávila del aventurero Ulises que, según el mismo dice, viaja con su cíclope cegado al cuello y que se nombra Nadie cuando dispara anónimo en los mundos de Circe; cerca del naufragio de los argonautas; adentro de las islas verticales donde los espejismos hechizan; frente a los sirenos enrocados en mástiles de madera, o descifrándole a cada objeto perdido su identidad previa al olvido. Hace años que lo sigo por sus libros, sus exposiciones y por los poemas que cuelga como páginas de pared de un diario de ciudades, de tropos y metáforas -como la del candelabro judío de un árbol de invierno en medio de un parque, en el que la soledad se adueña de todos los bancos y sus senderos-. Incluso de relatos con aliento de Calvino y de Cortázar, en los que brilla su mirada azul de director escénico entre travesías espectrales, personajes en vías de extinción, y naturalezas del silencio al vacío. Me gusta de su obra que igualmente se aproxime a una autopsia, estética, pulcra y sobre todo honesta. Y a veces sus efigies me sugieren el fulgor de las estrellas fugaces, antes de desvanecerse en el abismo sin horizonte. Se ve especialmente en su álbum "Manila" grávido de prostitutas en peceras, de púgiles presagiados a la derrota, de infancia dickensiana, acróbatas con el peso de sus bregaduras en el alambre de una urbe a punto de desmoronarse. De otras expediciones al teatro de acción por cuyo interior viaja se trajo una impresionante cartografía humana como "Ibérica", de la que conmociona el rostro adolescente de pupilas muertas, el gesto de un navajazo cosido en la mejilla, la misma cremallera en su chubasquero. Y de «Todas las cosas del mundo», sus caballeros de escaparate con rebajas del 30% que empiezan por sus cabezas; las cicatrices de papel de un domador enjaulado en un pared frente a un tigre, sin rastro de la fecha ni del lugar del combate amputados por la erosión, y por las manos de incógnito que juegan a despellejar a su paso la epidermis de las fachadas.

Dávila está en Málaga. Lo han traído las «Nubes de una ciudad que no cambia». Bogotá como experiencia compartida con poemas urbanos de Dufay Bustamante, inaugurada en la Casa de América y como última parada de su singladura la Sala Desenfocada del Centro Apertura. La escuela donde Michelo Toro lleva años impartiendo, junto con excelentes profesionales, cursos formativos, y que desde su mudanza a la calle Victoria su emprendedor empresario ha enriquecido con actividades, presentaciones de libros, muestras colectivas e interesantes exposiciones sobre el enigma japonés de la sombra de Carlos Canal; la irrealidad del paisaje de Ren Bo; los viajes perdidos de Mar Sáez o los arcanos a pie de calle de Pepa Babot. Siempre que voy a Barcelona y a Madrid el deleite o el trabajo me acercan a la Fundación Mapfre y a la Fundación Colectania, de ambas tiene sus espíritus Apertura con las propuestas de Michelo Toro. La última es esta cita hasta el 12 de septiembre con Ricky Dávila, Premio World Press Photo y Ortega y Gasset por «Herederos de Chernóbil». La última vez que su fotografía nos visitó fue en 2002 con la exposición libro de Ricardo Martin «Una geografía. Ocho viajes andaluces» en la que tenía de compañero de historia a Antonio Soler, excelente ejemplo de ese diálogo, cada cual al aire de su manera, entre la fotografía y la literatura que tanto le gusta a este fotógrafo del mundo, de Bilbao y de lo que fue El Sol.

Se requiere silencio hacia dentro para recorrer las diferentes naturalezas muertas de una capital enfocada desde las Nubes, igual que si la cámara fuese la llave de su admirado Anders Petersen, como una geometría de circuito eléctrico que alberga la fama del Hotel Continental enlutado de cadáver, a falta de subirle del todo la cremallera de su embalaje y dejar que flote hacia no se sabe, de la mano de su Parca. Metrópolis cobijando edificios de interior onírico en su atmósfera, la atracción de una butaca vacía de la perfección del cuatro con una pata en la cintura exterior de una circunferencia, se presiente en lo deshabitado el secreto de lo escondido. Quizás sea el fantasma que asoma su rostro al ventanal de una casa a punto de desmayarse o hacerse humo, y a la que se puede acceder por la fotografía de una escalera cenicienta. No es difícil entrar en las imágenes de Dávila, deambular por sus desasosiegos de luz, por sus extrañamientos de lo cotidiano, por la inquietante intimidad de los espacios que son símiles del amor, de la muerte, del paso de tiempo, de preguntas suspendidas entre claroscuros y destellos difíciles de aquietar.

Se siente también su sensibilidad cuando enmarca perros a los que dan ganas de rescatar de su orfandad. Lo mismo que de invitar a un café al matrimonio de coja dignidad superviviente, y al hombre descalzo que se abraza a un árbol para sentir en su pecho un latido sabio, un calor fuerte al que aferrarse en su deriva invisible. Esa condición de otros personajes a refugio en sus poemas: el bebedor solitario que ni siquiera se tienen a sí mismo, y me recuerda al escritor Chukri. Tipos fugitivos que cruzan por el mercado en busca de la belleza de unos ojos de Maga acusándonos desde los restos de basura enquistados en el suelo, la más dura de las periferias. En una de ellas duerme sobre un saco el viejo soldado de Rimbaud, abrigada la indigencia de su fracaso por una chupa del ejército de salvación. Hay otros que son protagonistas en mitad de una historia: el espía de otro tiempo a bordo de una cabina telefónica con el suspense a cobro revertido; el hombre sorprendido de cuclillas frente a la toma de tierra que oculta un rostro de sótano o la clave secreta de un cajero venido a menos; el ejecutivo congelado en su paso resuelto, una fracción de tiempo que lo desvela como ángel de negro al final de los dividendos que convierten a las personas en un desenlace de números rojos. Afectivo nos enseña la ternura sin maquillaje del travesti de merienda y chocolate con su amor de madre.

La humanidad, el quiebro, la magia. Presentes en medio del drama de sus criaturas expresionistas y de sus paisajes deshojados. Se aprecia más cuando frente a las colmenas numeradas de un cementerio de Bogotá, uno se acuerda del haiku de una diestra viril en pinza y en cuyo índice se posa un segundo una mariposa, a sacudirse de sus alas el polen.

Ricky Dávila hace tomas RAW, las trabaja postpo y saca una copia física que es el destino final de las fotos que pueden contemplar en Apertura. Luego está el otro destino. El que imagino que en la descomposición escénica sucede sin ser visto. Su misterio seguro lo anota en sus Cuadernos de Remo Vilado, su alter ego, donde guarda instantes emborronados de luz y de sombras, la escritura espontánea de imágenes sueltas, trozos de realidad con la que no pelea, sino baila.