Habían permanecido hasta ahora casi invisibles al resto de la sociedad, trabajando más horas que las que marca la legislación laboral a cambio de una retribución muchas veces inferior al salario mínimo. Durmiendo hacinados en habitáculos insalubres, convertidos por desgracia en focos de infección durante la actual pandemia, los trabajadores temporeros han saltado de pronto a la luz por culpa del maldito virus. Sólo ahora nos fijamos, gracias a lo que cuentan algunos medios, en sus penosas condiciones de trabajo, que hay quien compara, y razón no le falta, con una forma moderna de esclavitud.

Ocurre lo mismo aquí en España que en Italia, Alemania o Francia, en países donde se necesita ese tipo de trabajo bien en la agricultura o en los mataderos, y donde los nacionales no están dispuestos a aceptar trato tan inhumano. Mientras muchas de esas empresas agrícolas se embolsan las generosas subvenciones de la Unión Europea, cientos de miles de desgraciados ponen en riesgo su vida en distintos países del continente porque ellos y sus familias tienen que subsistir.

Como recuerda el semanario alemán Der Spiegel, desde el año pasado existe una institución en la UE que garantiza a los temporeros "una justa movilidad", pero su más que penosa situación apenas ha cambiado.

Lo cual tiene que ver, argumenta la revista, con el hecho de que la Política Agrícola Común (PAC) de la UE, cuyo objetivo proclamado es garantizar un nivel de vida equitativo a los trabajadores, además de conservar los recursos naturales y respetar el medio ambiente, se olvida de los "estándares sociales".

La PAC se lleva el 38 por ciento de todo el presupuesto comunitario, lo que equivale a unos 58.000 millones de euros anuales, dinero que se distribuye en buena parte según la superficie cultivada, lo que significa que los mayores beneficiarios son siempre los grandes, que se dedican además, gracias a esas ayudas, a un dumping que hunde a los pequeños agricultores de los países pobres.

Quienes diseñaron la PAC parece que se olvidaron completamente de la necesidad de proteger también a los temporeros, de acabar con un trato que, según denuncian los sindicatos, no merecen siquiera las bestias.

El poderosísimo lobby agrícola en Bruselas, dominado por los grandes, se ha ocupado de que la CAP se olvidase de incluir en sus directrices alguna referencia a criterios sociales.

Ni siquiera ciertas empresas del sector ecológico parecen tratar mucho mejor a sus trabajadores, critica Der Spiegel, que cita expresamente a la onubense Berrynest, exportadora al norte de Europa de fresas, frambuesas y arándanos. Según ellos mismos denuncian, los temporeros que trabajan en la recogida de esas frutas en los invernaderos onubenses ganan menos que el salario mínimo y se han visto obligados en muchos casos a trabajar sin máscaras ni desinfectantes. Y por supuesto sin poder mantener la distancia de seguridad. El colmo, piensa uno, es que en algunos de esos lugares que más dependen del trabajo inmigrante sean precisamente aquellos en los que crece la xenofobia y ganan continuamente votos los partidos de extrema derecha como ocurre con Vox entre nosotros.

¿Ayudará su mayor visibilidad por la actual crisis sanitaria a que la opinión pública tome conciencia de la explotación que sufre esa mano de obra inmigrante y a mejorar en el futuro de sus condiciones laborales y sociales? Uno es por desgracia más bien escéptico.