Hace ya bastante tiempo que padezco la inquietante sensación de que la aparente libertad en la que, dicen, nos hayamos inmersos desde nuestro renombrado Estado Social y Democrático de Derecho comienza a hacer aguas por cuanto que hemos suplantado la tolerante inercia del sano parlamentar y disentir que tuvimos a bien protagonizar en otras etapas nacionales mucho más serias por una suerte de falacia en la que, aparentemente, uno puede opinar lo que quiera pero, en el fondo, se nos fuerza a militar en una línea de pensamiento único donde la discrepancia no cabe. Y no cabe, quiero decir, claro está, salvo que uno asuma potenciales cotas de descalificación y ostracismo. La dictadura del ficticio buenismo social y del sibilino pero patente discurso o pensamiento unitario respecto a lo políticamente correcto también viene derivando, como ustedes ya bien saben, en multitud de parafilias lingüísticas de género y génera que se alzan como batuta de mando para encarrilar a las masas. Todo ello, me refiero a la trama de la Lengua, fíjense, no es moco de pavo o cuestión menor, puesto que así, «pasito a pasito, suave, suavecito», como quien no quisiera la cosa, llegará un día, no muy lejano, en el que aterrizaremos de lleno en contextos donde, verbigracia, los pianistos, los psiquiatros y los astronautos tengan que otorgar razón a las miembras o portavozas de los colectivos que fanatizan hasta el ridículo los forzados virajes del lenguaje inclusivo. Un fanatismo que, puestos a forzar, ya que nos ponemos, también desemboca sin mucha dificultad en mares y ecosistemas más que pintorescos como, un poner, el de la última gran pamplina del nosotres y los gallos violadores. Sin embargo, en mitad de todas estas lides, hay palabras que aguantan, resisten y sobreviven tras la trinchera a pesar del apetitoso debate que bien pudiera generar su contexto y su raíz. Tal es el caso, por ejemplo, de la mariconera, que viene a ser definida por la RAE como aquel bolso de mano específico de hombres. Y de tales datos, entiende o desentiende quien suscribe la presente, que, si hay camisas de hombre y de mujer pero ambas se denominan con idéntico término, quizá cabría preguntarse sin demasiado pudor por qué el bolso de mano, en su expresa acepción para hombre, deriva hacia una palabra distinta y, concretamente, a mariconera. No sé si consigo hacerme seguir, pero déjenme resaltar y explicitar, por si acaso ustedes no se habían dado cuenta, que, a pesar de no ser lingüista, me da a mí la ligera sensación de que mariconera viene de maricón. Y digo yo, se llame como se llame, que lo que es a mí se me da una higa, ¿por qué no seguir llamándolo bolso? ¿Es preciso matizar con un nombre distinto a un complemento por el mero hecho de que sea un hombre quien lo luzca? Y es a partir de aquí, cuando la sensación de su denominación me lleva de la mano a los prejuicios sociales que, a costa de la lengua, pretenden justificar lo injustificable: que para que un hombre lleve bolso hay que matizar la definición del objeto puesto que nos encontramos frente a un complemento que, dentro de la actualidad más o menos inmediata, ha sido más propio de mujeres. Relacionarlo, además, con un vocablo derivado de una acepción más o menos ordinaria y chabacana que se usa para referir la homosexualidad tampoco me parece lo más indicado, si bien también quiero dejar claro que un servidor, sin ser homosexual, al menos de momento, quién sabe en el futuro, va a seguir usando bolsos, independientemente del nombre que se les encasquete, ya sean zurrones, alforjas, faltriqueras, bolsos de hombre o mariconeras, que me da lo mismo. Porque a mi parecer, insisto, el bolso, lo lleve Agamenón o su porquero, debiera de llamarse, únicamente, bolso, puesto que tampoco hay «pendientes de hombre» y los pendientes, pendientes son, tanto si los lleva ella como si los lleva él, y sin necesidad alguna de aludir a la heterosexualidad, homosexualidad o transexualidad del complemento. Y que sí, que ya es lo que nos faltaba pero, por otro lado, no les extrañe, como no me extraña a mí, que en medio del escaparate social que nos ha tocado vivir, todo eso no estuviera por llegar.