El cóctel de patriotismo y juancarlismo obliga a refutar cualquier manifestación de la filósofa Corinna Wittgenstein, sometida a un duro castigo machista en el Reino y Corte. Sin embargo, en los breves intervalos en que la fe abre un hueco a la razón, se desliza la hipótesis de que fuera Juan Carlos I quien eligiera o se sometiera a su amante de turno, una opción con rotundas repercusiones penales ahora que la Audiencia Nacional desea interrogar como imputada a la nueva princesa del pueblo. Los más tibios se decantarán por un mutuo acuerdo, o un sindicato de intereses en esa pareja de alcurnia, excepto que el Rey Emérito es ahora el único salvavidas de su amiga entrañable.

Si se afirma que Corinna eligió a Juan Carlos I como víctima, el machismo no se desentumece y encima padece la imagen de un Jefe de Estado durante cuarenta años. Al utilizar como testaferros a Arturo Fassana o Dante Canonica, es de nuevo el monarca quien debe aclarar si su único criterio era rodearse de personajes con nombres de novela de Dan Brown. Como mínimo, mostró muy poca astucia en la selección de sus intermediarios. Cuando reinaba en buena forma, recurrió para sus actividades extracurriculares a españoles y españolas que nunca le traicionaron. Alguno pagó su fidelidad al Rey con la cárcel.

Al margen de decidir los lugares que ocupan los invitados al banquete regio, la superposición de la Audiencia Nacional y la fiscalía del Tribunal Supremo aumenta la presión sobre La Zarzuela actualizada, que había optado por dejar que la situación se desinflara como si fuera un episodio del reino de Syldavia. Desde la perspectiva histórica, cuesta atribuir una inteligencia superlativa a Juan Carlos I, que aupó voluntariamente a mangantes tan mediocres como lenguaraces y vacuos. Debe ser deprimente para la pujante juventud española comprender que en la cima de este país solo les aguarda el aburrimiento.