No lo sabíamos todavía. En realidad tuve la impresión de que se respiraba algo muy italiano al final de aquel verano del año pasado. Con sabores tardíos que recordaban a la Lombardía y a los antiguos territorios españoles del Milanesado. Probablemente gracias a que leí varios libros - siempre lúcidos y salutíferos- de Magris y de Umberto Eco. Ahora sé que nunca podremos olvidar al que fue el último verano en el que nos sentimos verdaderamente dichosos. Entonces ignorábamos la existencia de aquellos microscópicos y obscenos seres que nos esperaban ocultos en legamosas jaulas y en los barreños de aquellos mercados de la China lejana. A los que recordé en un reciente ensayo. La verdad es que éramos entonces bastante inocentes y sobre todo ciegamente felices. Como algunos de aquellos jóvenes adoradores del sol, llegados no siempre de tierras lejanas. Algunos de los cuales, a veces empujados por el alcohol y otras cosas, podían ser brutales e incluso -como más adelante se confirmaría- bastante estúpidos.

En Italia la canícula tenía el privilegio de someternos al «calore bruciante». Como el de España, antigua provincia hermana de la Roma imperial. Esos calores ardientes que parecían propiciar los excesos y algunas que otras violencias poco ejemplares de algunos ágrafos visitantes, aficionados a las costas del Mediterráneo. Venían tirios y troyanos desde las Islas Británicas, o desde los antiguos bosques del norte o de la Germania e incluso desde otros lugares de la vecindad. Nos parecían querer anunciar -aunque ellos no podían saberlo- el regreso de la diosa Démeter, generosa deidad griega de piel tersa, que protegía y propiciaba la fecundidad de la tierra y la agricultura.

Era Démeter la madre sabia de la bella Perséfone, deidad consagrada a la primavera y a los frutos del verano. Por eso sus colores favoritos eran el oro y el amarillo. Fue raptada ésta por el dios del mundo de los muertos, Hades. Reflejaba quizás por ello en su naturaleza dual, tanto la abundancia generosa de los campos estivales como la dura sequía que los agostaba. Como en este verano de 2020, en el que nuestros caminos se cruzan a diario en los paseos marítimos del litoral con el deambular de demasiados viandantes sin protección alguna, ni para ellos ni para nosotros, contra el enemigo común, el virus de la covid-19. Al que algunos irresponsables parecen querer servir solícitos. Me imagino que un día descubrieron los miembros de aquella descerebrada legión que el hecho de despojarse de sus protecciones, sus face coverings, les iba a permitir el sentirse miembros de un augusto Olimpo. Así, como presuntuosos dioses menores los hemos visto, abriéndose paso entre nosotros, sus posibles víctimas, a lo largo del hermoso paseo junto al mar de mi pueblo.

Observo en la hemeroteca de esta santa casa que en el pasado mes de febrero empecé a escribir sobre temas italianos: «Experiencias milanesas» (22.2.2020). Casi una semana antes, el 13 de febrero, se había producido en España el fallecimiento de la primera víctima del virus asesino. Después publiqué «Ricos y pobres (Ricchi e Poveri)» (29.2.2020). Al que siguió «Natale Rusconi, el Maestrissimo» (7.3. 2020). Fue éste el epitafio que le dediqué en su fallecimiento al maestro de tantos grandes hoteleros, alma de dos siempre mágicos hoteles venecianos, el Gritti y el Cipriani. Todo parecía ir convirtiéndose en malos presagios durante esa turbia primavera. Así fue también en «Mia bela Madunina!»; el texto que publiqué como una plegaria a la Madonna del Duomo milanés el 18 de abril. ¿Sería la tragedia que ya había eclosionado en la Lombardía hermana, la antesala del drama que estamos viviendo en España? Es obvio que así fue.