Agosto se ha desperezado esta misma mañana con el pulso tembloroso de quien sabe que el horizonte de la realidad impone un trajín distinto. Reina una complejidad que nos expulsa de la zona de confort a la que regresan, siguiendo las tradiciones del almanaque, los animales de costumbre.

El litoral se reinventa, menos bullicioso que otros años, bajo un baño de calma tensa. A lo largo y ancho de las playas que supervisan con un rol excepcional 'los vigilantes de Juanma', una mueca ebria de extrañeza emerge frente a la tertulia clandestina de la orilla, el selfie de estraperlo, la colchoneta camuflada o el nudismo que florece al sur de la mascarilla.

En la calle pura y dura, en el páramo derretido que allende los paseos marítimos resiste ajeno al ritual de la toalla y la arena relajante, la vida sigue como si las estaciones no pasaran por ella. Las manos de una pareja pasean apretadas por una avenida mientras desafían a las tórridas matemáticas de los termómetros y a los límites inéditos a los que obliga esta existencia enmascarada. La estampa merece, cuando menos, una avioneta que derrape en los cielos del estío para proclamar que el amor no es contagioso, que simplemente surge hasta en las circunstancias más extremas. Ni siquiera se esconde en este verano acotado por las imperiosas balizas de la pandemia. En este verano que, unas veces, parece más duro que en cualquiera de sus convocatorias anteriores y, en otras ocasiones, se deja llevar por los tics de siempre o las nuevas rutinas que un buen día llegaron para quedarse.

Se corrobora ante los patinetes que anhelan una ola de asfalto a la altura del paso de cebra. O al ver cómo la bicicleta errante de un mensajero de Glovo se comporta como un coche temerario y persevera en dirección prohibida.