Abrió el coche a distancia, subido en la acera, y antes de que cerrara la puerta ya tenía a la rapera Mala Rodríguez escuchándola todo el barrio, y entonces sí, aceleró para salir de la parrilla de salida.

Su madre le había dicho que se pusiera unos zapatos, pero resulta que no tenía, o zapatillas de deporte o las chanclas con las que andaba todo el día fueron las únicas alternativas, así que se calzó esas adidas rojas que no se ponía desde el invierno pasado. En cuanto a la camiseta con tirantas, la madre no logró canjearla por otra prenda de vestir más adecuada para una entrevista de trabajo. Y respecto al pantalón, hubo más suerte, Sergio quería ir con unos bermudas de flores que tanto le envidiaban sus colegas de La Misericordia pero accedió -y es que hoy se había levantado de buen humor- a ponerse unos vaqueros rotos como a cuchilladas. En cuanto a la gorra, le había prometido a su madre dejarla en el coche, pero se le olvidó hacerlo. Lo cierto es que los tatuajes de ambos brazos, de un azulón desvaído y escritura supuestamente china, dejaban a la vista de quién se trataba. Los pendientes de las orejas eran otra prueba inestimable de su identidad, por si cabía alguna duda, que no la había.

Tuvo mucha suerte cuando llegó a Compositor Lehmberg Ruiz. Encontró aparcamiento a la primera y también las miradas de los que desayunaban en una terraza, estaba claro que no pasaba desapercibido. Llevaba la mascarilla, sí, de las fauces de un tiburón, pero anudada al antebrazo derecho. No esperó el ascensor y de varias zancadas se plantó en el segundo piso, precisamente en la empresa en la que su madre llevaba veinte años limpiando temprano todas las mañanas, antes de que llegara don Sebastián, al que le había pedido que recibiera al muchacho, a ver si le podía encontrar un trabajo de lo que fuera, lo importante es que por primera vez echara cabeza y ganara un sueldo, aunque sea bajo, no importa, para repartir la correspondencia, hacer recados, no sé, «usted sabe más que yo de estas cosas», le había dicho la pobre mujer, viuda, desesperada de que su hijo se levantara a las doce de la mañana y volviera a las cuatro de la madrugada dando tumbos.

- Hola, soy Sergio Molina. Mi madre me ha dicho que venga a hablar con Sebastián, me parece que se llama.

- Don Sebastián está reunido, pero enseguida termina. Por favor, siéntese en aquella sala, yo le aviso.

- Vale.

Sergio no se sentó sino que paseaba por la sala manejando diestramente el móvil para ver los mensajes de sus colegas y unas fotos que El Kiki le había enviado. Menos de cinco minutos después, la señorita de recepción le acompañó al despacho del director, llamó suavemente con los nudillos, le abrió la puerta, le hizo pasar y se retiró.

Sergio nada más entrar tanteó el terreno que pisaba, la moqueta, las estanterías de los Aranzadi, una marina de Emilio Ocón y Rivas, hermano de Eduardo, el famoso compositor, pero él no prestó atención a la firma sino que posaba su mirada donde le parecía€ hasta que se topó con los ojos escrutadores y sorprendidos de don Sebastián, que había accedido a recibirlo porque doña Juana era muy buena persona y llevaba mucho tiempo en la casa.

- Buenos días, Sergio. Siéntate aquí.

- Hola, qué tal. Mi madre me dijo que viniera.

- ¿Has trabajado alguna vez?

-Bueno, verá, pequeñas cosas, un poco de chocolate, he arreglado bicicletas, una vez serví en una caseta de la Feria...

- Ya, ¿y qué crees que podrías hacer aquí?

- Pues no tengo ni idea, esperaba que usted me lo dijera.

- Bueno, déjame que lo piense y ya te llamaremos.

- Ok. Hasta luego.

Y Sergio bajó las escaleras más rápido que las subió, le agobiaba aquel despacho en penumbra y silencioso, necesitaba poner la radio a todo volumen y dejó atrás la Plaza San Juan de la Cruz en un santiamén. Su madre acababa de rezar por ese trabajo que no llegaría, otra vez quizá. Nach había cantado a ritmo de rap:

Descubrí un nuevo universo y su intenso color

ahora a veces violo el verso,

a veces le hago el amor

soy un libre pensador, un filósofo

en continuo trance

un hombre de acción como Sánchez,

un cámicas entre pances