La máscara es el escondite de la identidad. Uno de los objetos más ancestrales de la magia desde la que se explican la naturaleza animal del hombre, sus miedos, sus deseos, la predisposición a ocultarse de los dioses y a transformarse en ellos. Nadie es ajeno a la ficción de ser otro a través del disfraz que favorece la metamorfosis, la impostura, la liberación. Están llenas las civilizaciones religiosas y creativas de rostros ornamentales cuya mejor cara representan las culturas primitivas para las que simbolizaban facultades extrasensoriales, rituales sagrados y de supervivencia: el éxtasis del espíritu, la memoria de los antepasados, la invocación de la lluvia. La máscara era la conciencia del misterio, y la comunión escénica con la que el ser humano sigue interpretando su conflicto con su origen y con la muerte. Existen tradiciones, como la de los Guèré, firmes en su creencia de que antes que el hombre, llegaron las máscaras. No tardó el ser humano en descubrir en su uso un instrumento que favorece la transgresión de lo lúdico, los atributos de los arquetipos de la personalidad y la seducción del deseo. Lo satírico, la picaresca y lo dionisíaco en una frontera donde no existe la culpabilidad del fingimiento ni de la perturbación. Lo denuncia Mario Benedetti en un poema: «No me gustan las máscaras de la verbena, las escandalosas, las de la lascivia ni las de la retórica, sólo la indefensa gente que da la cara. Los que sueñan sin careta, los que no tienen pudor de sus tiernas arrugas. Y si en la noche miran, miran con todo el cuerpo y cuando besan, besan con sus labios de siempre».

Nunca estuvo de acuerdo con el poeta el arte que, desde la genialidad de Goya y después con la vanguardia, encontró en su efigie un tema, la poética de un estilo, el signo de lo crítica, el propio autorretrato del artista como brujo. Ritual, desenfreno, anonimato, desdoblamiento, angustia, maquillaje, afirmación vital. Cuánto juego da la máscara cuando se pone. Grita Munch cuando la piensa; denuncia y embriaga Gutiérrez Solana con su gesto; la sublima Picasso en su desinhibición y en la plasticidad de sus diferentes bailes con ella; la ensueña en una identidad mitificada Maruja Mallo, y en exquisita delicadeza la transforma Gargallo en hierro.

El Museo Carmen Thyssen muestra todas estas variantes, hasta el 13 de septiembre, y provoca que el visitante vuelva al final del recorrido a empezar sobre sus pasos o a regresar en otra visita. La riqueza de las obras, bellas, sutiles, dramáticas, líricas, expresionistas, polisémicas en su conjunto y cada una, ofrecen esta posibilidad de encantamiento sobre el que les cuento sin antifaz en mi lenguaje. Se debe al acierto de sus dos comisarios: Lourdes Moreno, directora de la pinacoteca, y el profesor Luis Puelles, transversal siempre con el arte, la literatura y la filosofía. Vasos comunicantes de la estimable exposición de más de 100 obras, entre pinturas, esculturas, dibujos, grabados, fotografías y piezas etnográficas, de más de cuarenta artistas españoles e internacionales, seleccionadas cuidadosamente por el diálogo de Moreno y Puelles con Breton -de quién él profesor de Estética recuerda la connivencia del arte con la magia-, Nietzche, Jean Lorrain, Malraux y Goya -de quién la directora menciona la inquietud y los miedos que convoca-. Está presente igualmente en la muestra Baudelaire para el que la máscara era una de las flores del mal. También el auténtico rostro del hombre moderno que buscaba encontrarse libre en la deriva de la multitud.

La máscara como impacto expositivo tiene su origen en junio de 1907 en una muestra del Museo Etnográfico de Trocadero ante la que Picasso abrió los ojos visionarios. Un otoño había adquirido en el taller de su amigo André Dérian una máscara Fang de Gabón, y su obra cambió de rumbo. Lo ilustró hace tres años la exposición 'Picasso primitivo' en el Museo Quai Branly de Paris, eco de la maravillosa muestra, nueve años antes en el Museo D'Orsay, 'Máscaras: de Carpeaux a Picasso'. Propuestas, cada una desde su singularidad, con las que en cierto modo dialoga 'Máscaras. Metamorfosis de la identidad moderna', estructurada en tres conceptos didácticos que la indagan como sueño y pesadilla a través del objeto físico y simbólico que se superpone al rostro; como retrato de sociedad desde la asimilación de sus rasgos por los semblantes en la vanguardia; y como el espejo roto que resulta de la simbiosis entre rostro y máscara, abocando a la pérdida de la individualidad y a una abstracción minimalista de la expresión. De cada una tiene joyas la exposición del Carmen Thyssen, prologada por los aguafuertes de los Caprichos y los Disparates de Goya en los que plasmó supersticiones, fanatismos, pesadillas y fantasías desde lo grotesco. Fue la mirada psicológica de su crítica moral y social el influjo en Solana y sus retablos de personajes entre la marginalidad de la pobreza, la dureza existencial del paisaje y la danza catártica del carnaval donde un diablo rojo hace de juglar del deseo entre dos parejas bailando. Su eco está presente, sin esa fuerza de su costumbrismo duro y amargo, en un óleo de Baldomero Romero, 'Máscaras en el balcón', en el que se atisba Goya en sus trazos negros, desenfocados, inquietantes entre el temor atávico y la alucinación de las mujeres oníricas de aquelarre con mantón. Y en una pintura de Mariano Andreu, 'La Commedia dell'arte' donde la mujer es el eje de conquista de las tres edades del hombre en cortejo, y con el color en su pincelada liberadora alejándose del exceso y lo tenebroso.

En la línea de las mejores piezas de la muestra destacan el maravilloso lienzo 'Le Rouge à lèvres' de Kupka, perfecto equilibrio entre el movimiento del cuerpo con sus detalles en un instante suspendido, y el gesto de la mujer transformando sus labios en un antifaz de la seducción confiriéndole igualmente al color una fuerza simbólica, otra apariencia de la máscara. De su sugerente expresividad a la insinuación atmosférica de Fernand Knopff y el espíritu de belleza clásica de la joven con un delicado antifaz de sombra y piel del que escapa su mirada en 1921. Qué bella presa para la demoníaca criatura de vudú de 'El último viaje del buque fantasma' con la que Wilfredo Lam significa la mimesis de lo primitivo, su mirada romboide del esoterismo y la africanidad. Esta última muy evidente pero con un sello de sensualidad en el dibujo y en su magnetismo en el picassiano 'Estudio de Trois femme' de 1908, cuyos rostros esbozados marcan huella en la 'Mujer con vestido rojo' de María Blanchard. Diablos y mujeres, danza de cortejo con desenvueltos sentidos y el ensimismamiento del que nace la aprehensión del vacío en el hombre también, manifiesto en dos interesantes lienzos: el del autorretrato a lápiz de Nicolás Lekuona en el que su ambigüedad plasma la duda de si lo real del rostro es su máscara, y en 'Chico con chistera' de Walt Kuhn sujeto al desasosiego y la soledad que evocan el semblante del gran mimo Marcel Marceau, y el concepto poético de la máscara hacia adentro, perfecta en su planteamiento en la mirada despersonalizada del abismo entre lo que se es ante los demás y lo que se es ante una mismo, revelado en 'Busto femenino' de Olga Sacharoff.

Siempre me pierde la escultura. Hay en su naturaleza del hieratismo, de la compacidad y su expresividad un lenguaje que me fascina, y que en el conjunto de esta exposición tiene por igual mucho peso y mucha delicadeza. Dos cualidades de su protagonismo como esmeraldas de la muestra. Empezaré por 'La cabeza de apóstol' de Oteiza, soberbia, granítica, de un minimalismo enormemente poderoso y sutil en su expresión austera y a la vez profunda, un glorioso verso en piedra. Sucede su esencia de lo totémico en 'Campeón. La máscara negra' al óleo, geométrico y a la vez etéreo de Rodchenko, y que volviendo a lo escultórico adquiere robustez de formas en Julio González con su bronce de 'Cabeza acostada', sus lápices de personas y el grito airado de su Montserrat en cuadro, alma en desgarro del pueblo víctima de la Guerra Civil. Y finalmente la magia, el juego, el arte de la mano de Gargallo con sus maravillosas faunas y faunos de sonrisas concupiscentes, su deliciosa 'Joven con flequillo', ejemplos de su manera de ensamblar y la fantástica 'Pequeña máscara de Pierrot' que rezuma la dulzura melancólica de su gesto, la exótica delicadeza de su ojo orientalizado y la magistral lección de economía de recursos expresivos. Un poético haiku en escultura.

Enigma. Modernidad. Instinto. Rebelión. Piezas de un rompecabezas existencial que el ser humano buscó resolver a través de lo sobrenatural y el hombre moderno todavía rehén del ser, el parecer, y la imagen que disimula la verdad de la nada. Esa verdad que es la que sigue explorando la máscara. ¿Cuál es su función en este siglo? Despejar su incógnita invita a pasear por esta exposición y que cada cual busque su respuesta entre su yo social, su yo fugitivo, su yo secreto, y la identidad líquida en debate acerca del refugio, la impostura o la libertad individual.

Sonríe la 'Cabeza de frente' de Modigliani cuando uno se despide, consciente de que el visitante, sin saberlo, se ha mirado en los espejos de cada obra sobre el sujeto y su doble, y en la calle será sucedáneo de la comunidad, máscara nueva o la identidad sobre la que aún no tiene lo que realmente significa un rostro.