Corrupción. Mediocridad. Injusticia. Miseria. Incultura. Estupidez. En 1920 el espejo cóncavo del teatro impreso las retrató como si fuese hoy. Fue cuando la bronca de la verdad con capa negra tuvo la estrella de llamarse Max. Un poeta loco, ciego y furioso que iluminó todos los males de un paisaje español que no ha cambiado de faz ni de sombras. Cien años de pie largo los tipos de su escritura, de su drama y de sus personajes con carne descarnada de persona, son vigentes en su denuncia y lucidez. Un espejo con nuestro fantasma dentro y en pena su desasosiego nos regaló Ramón María del Valle Inclán con 'Luces de Bohemia'. Alejandro Sawa, malagueño de infancia y bohemio vocacional -sobre el que tanto sabe la profesora Amelina Correa- es la inspiración real de la que nace el personaje. Luego llegaron la cocina, la batidora, el escritor y su talento para la alquimia de crear un descenso a los infiernos de Ulises; un trasunto de Dante y de Leopold Bloom explorando el callejón del gato, los círculos del miedo, de la ignorancia y de la superstición; el presagio del destino que intuye en 'Edipo' un Tiresias ciego capaz de ver claro; y el viaje al fondo de las noche de un Madrid segmentado en veintitrés horas y media con quince estaciones de un viacrucis en el que la muerte no deja de suceder. Penélope, Beatriz, Molly, Madama Collet son los nombres femeninos de un billete de lotería, símbolo de la esperanza, de la fortuna, de la salvación. Nada de lo humano y sus degradaciones falta en esta novela escénica -repleta de una modernidad con mimbres de Shakespeare, de Joyce y de Kafka- única en su revolución de la dramaturgia y a la que no he dejado de admirar desde que la descubrí en 1971 gracias a Estudio 1 con aquel demiurgo de las tablas llamado José María Rodero. Frente a su mirada en trance de la catarsis, subrayé después de la televisiva versión censurada de Tamayo la edición Austral de la obra. La conservo a mano en mi biblioteca, y hay noches que escucho entre sus páginas todas las voces airadas, sentenciosas y sarcásticas, que han dado profundidad a la que Valle-Inclán le creó a Max Estrella.

La juventud de hambre cultural de mi época hacía que uno ahorrase durante meses para que un amigo comprase en viaje a Londres el último disco de Pink Floyd; para subir a Mérida a ver la Medea sublime de Nuria Espert o a visitar el Prado en tres días a fondo entre sus cuadros, y las primeras galerías donde la resaca de la movida certificaba interesantes nombres. La cultura era un pasaporte, un alimento, una pasión y en mi caso el adjetivo de un oficio que en los inicios me regaló el trabajo de gozar de nuevo del poliédrico lenguaje de 'Luces de bohemia', de su aguafuerte moral sintetizado en la frase «la barbarie ibérica es unánime» y de diálogos que serían premonitorios: «El mérito no se premia. Se premia el robar y el ser un sinvergüenza. En España se premia todo lo malo». Estupendo Don Latino encarnado por Carlos Lucena, y el encantamiento de su inconmensurable Max Estrella, otra vez con magisterio de Rodero, el rey del teatro que siempre soñó ser Cyrano, según me confesó en una de las últimas entrevistas cuando vino al Cervantes. Siempre pesaron su expresión grave, sus ojos hacia dentro y más allá de lo visible, el carácter de su voz, casi Max Estrella real o pirandelliano, lo mismo que la de Agustín González excelente en su registro de cómplice lazarillo al límite de la deslealtad y reverso de identidad del poeta de la vida, sobre los grandes actores que hicieron pareja cervantina del esperpento de Valle-Inclán. Paco Rabal, Ramón Barea, Carlos Ballesteros, Manuel de Blas, Gonzalo de Castro, Enric Benavent, magníficos todos bajo notables direcciones de Lluis Homar, Alfonso Zurro, Helena Pimienta, pero comparadas siempre con la que hizo Pascual en el Odeon Théâtre d'Europe de París, completa en los cincuenta personajes impresos, y con la magia de Fabià Puigserver -cuyas escenografías enriquecían la imaginación y sensibilidad de Chejóv, de Ibsen, de Genet- travistiendo los espejos y la luz en atmósfera y en personajes subliminales de los desgarrones de la verdad.

Cien años se cumplen de su publicación en capítulos de folletín en la revista España -simbólico siempre don Ramón- el año donde Carlos Gardel cantaba 'Zorro gri'", y se estrenaban 'Pulcinella' de Stravinsky y 'El maleficio de la mariposa' de Federico García Lorca. No tuvo escenario el debut de 'Luces de bohemia' satíricamente impresa con políticos, burgueses, escritores, policías, redactores de prensa y con el papel de la Iglesia. Su estética y su tono, en la resaca pesimista del 98, desnudaba frente a los ojos del lector/espectador al poder acusado de comprar la conciencia de la prensa con dinero público, y de imponer un clima de permanente crítica destructiva; a la burocracia atrincherada en tecnicismos oscuros y aquel hábito del «vuelva usted mañana» que hizo célebre Larra; a una sociedad en la que triunfaban la mediocridad y la mentira. ¿Estamos a tiempo de que la Fundación José Antonio de Castro les regalé a sus señorías 'Luces de bohemia' como lectura de verano? Tampoco resultaban indemnes los gremios de las periferias de la vida como los borrachos, los presos, las prostitutas, los sepultureros, las manadas noctívagas que todo lo jalean crecidos a coro, ni el pueblo vecino rehén muchas veces de su torpeza para distinguir lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto, los populismos de la manipulación. ¿Cuántos callejones del Gato tienen cada siglo, cada año, cada mes, cada ciudad? Se deforma en sus espejos el presente, y presentes continúan los problemas existenciales, el sentido de la vida, las preocupaciones éticas o religiosas, la deformidad, la crueldad, la estupidez humana, la tendencia a no dar la talla cuando la trascendencia de las circunstancias lo exige. No se quedó manco Valle-Inclán al dibujar una historia con pinceles de Goya, de El Bosco, de Solana. La transversalidad de la cultura para hacer expresionismo de lo que somos. Junto con ellos, y Quevedo en su acerada lucidez, a veces alucinatoria como la de Valle, lo mismo que la de él pendenciera, hizo su deformación de la realidad Murnau con su cine alemán.

No sé si en los colegios de ayer y en los online de mañana se estudia esta parábola trágica y grotesca, o sus Sonatas y su Tirano Banderas. Tampoco si de los otros nombrados se conocen sus aportaciones, o si se explica la riqueza polifónica de una obra en la que se escucha un lenguaje con greñas, de cotarro irritado de gente de calle y en la calle, arañado de dolor, escapista en su jerga, vigoroso en los diálogos y en batalla a lo largo de las quince estampas de la muerte presentida de Max Estrella con réplicas ingeniosas y citas literarias. El enjambre del castellano del que hace su urdimbre el Diccionario de la Lengua. Hay también belleza plástica en muchas de sus descripciones y una prosa poética que late en perfecto equilibrio con las exigencias de la dramaturgia y las acotaciones narrativas tan propias y excelentes del estilo de Valle-Inclán. Están todas sus obras recogidas en los cinco volúmenes de la Biblioteca de Castro que lleva años convertida en el oasis de los clásicos a los que uno puede regresar a coger aire moral, a desconectarse de la vulgaridad, a gozar de la lámpara maravillosa del lenguaje. ¿Cuántos colegios se han apuntado desde 1998 a la Noche de Max Estrella creada por Ignacio Amestoy, que se celebraba el 23 de abril y desde 2007 el 26 de enero, víspera del Día Mundial del Teatro? En muchas de las primeras era habitual encontrar a José Luis Gómez, a Francisco Umbral, a Manuel de Blas y a muchos otros amantes de la obra de este polémico, contradictorio, arrogante, en el fondo sentimental escritor disfrazado de doble personaje: el del marqués de Bradomín con el que se epata al Swan de Marcel Proust, y el de tipo con gafas de intelectual escudriñador, con la espada blanca de su barba en pugna, de umbrío negro su dandismo de Espronceda y café, dispuesto al debate y a la provocación. Todo lo contrario afirman de él sus descendientes. Quizás tengan razón y, como señalaba el domingo pasado, sea también él un ejemplo del sujeto y su máscara.

No se sabe que piensan de él los políticos que tal vez degusten el cocido de casa Ciriaco, ni cuando en los espejos de los W.C. del Congreso se contemplen de soslayo o a solas, mientras en el hemiciclo de la democracia proliferan el tono chabacano, las palabras cosificadas, un lenguaje sin nobleza intelectual, el abuso del aprovechamiento de las circunstancias para sacar siempre beneficio propio. La escenificación de todos los partidos sin un cuadro de actores debidamente preparado en su mayoría. Cien años no han dado para mejorar mucho. Habrá que confiar en que siga viva la conciencia de 'Luces de bohemia'. Y también de Valle su enseñanza de que de las tres formas de ver el mundo, de pie, de rodillas, la mejor es la de levantado en el aire. Ese difícil y libre equilibrismo de la cultura y del arte.

(Felicidades Max. Entre Las Perseidas, para mi es eterna tu estrella).