Eran las seis de la tarde y ya se había ido. Se llamaba Estrella, o eso me dijo, tal vez un poco en broma cuando tropezando sobre mi mochila se abalanzó contra mí que estaba tranquilamente tumbado sobre la toalla, abrí los ojos de golpe por el trompazo y la vi sonriendo avergonzada, «pareces caído del cielo» -le dije-, «será porque me llamo Estrella» -contestó- y nos reímos los dos, de eso y de muchas otras cosas durante 23 días seguidos, en los que continué llamándola Estrella y en los que me seguía pareciendo caída del cielo.

Los dos sabíamos al empezar que el final estaba escrito apenas unas líneas más abajo, que terminaríamos pronto, en cuanto acabara el verano, al menos para nosotros. Ella venía de vacaciones a Málaga, me dijo que estaría 15 días pero lo pudo alargar unos pocos más y al final se quedó hasta hoy mismo, que la vi marchar poco a poco pero para siempre, como un sol que se esconde lentamente al atardecer insinuando una noche eterna. Antes de eso 23 días de luz radiante, 23 días maravillosos que pasamos juntos sin saber muy bien por qué y sin buscar tampoco explicaciones. Nos dejamos llevar por la inercia de su caída y fuimos rodando por la arena de las horas hasta la orilla de la vida, nos bañamos de sentimientos nuevos y refrescantes y durante un tiempo el mundo quedaba lejos, sólo latía lo que hacíamos. Y no parábamos.

Me enamoré al instante de sus ojos, de su boca, de sus rizos locos y sus manos sueltas, de la alegría inagotable de su cuerpo, de sus besos y su lengua. Me enamoré -creo que- para siempre de la fugacidad de un sentimiento que vino a despertarme brevemente un sueño. Y no tengo su teléfono, ni tal vez su nombre. Eran las seis de la tarde y ya se había ido.