El pasado domingo vi morir a una lágrima. Se fue sin que pudiera hacer algo por ella. Ni hablar con ella pude. Murió sola, como la muerte nos muere a la gente. Igual. Su rictus caliginoso no daba pistas de la causa de su muerte. En vida tanto pudo haber sido una lágrima de dolor, como una de alegría y risa desbordadas, como una de inefable emoción callada. Si hay milagros, ver morir a aquella lágrima fue uno de ellos. Sin saberlo, aquella lágrima me regaló un acto de amor.

Conforme la lágrima se iba apagando mi consciencia se encendía: la vida del sapiens es un instrumento de viento que pierde su naturaleza y su razón de ser justo en el instante en que dejamos de respirar. Y, ya puesto, roboro la metáfora: hay vidas que a lo largo de su devenir nunca sonarán afinadas, ni consigo mismas, y, como polaridad, otras que son la mismísima hipóstasis de la afinación universal. La afinación inter pares tribales tiene todo que ver con la empatía, tan escasa en tantos, tan desconocida en muchos.

A veces, pocas, he tenido el privilegio de formar parte de reuniones «filarmónicas» en las que flautas, flautines, fagots, cornos, oboes, trompetas, trombones, trompas, tubas, clarinetes, saxofones... sonaban como vidas afinadas, al unísono, especialmente en los silencios y los contrapuntos. Otras, muchas, he vivido el horror de ser testigo directo de la acracia sinfónica más desafinada, que por lo general está basada en la teoría musical de «maricón el último», como ocurre cotidianamente en nuestras instituciones del Estado y en las de los gobiernos autonómicos y municipales, ¡y ríase la gente...!, que sentenciaría don Luis coreado por todos aquellos que pane lucrando se aprovechan de esta erubescente situación.

¿Se imagina usted, amable leyente, a todos y cada uno de nuestros eximios afamados próceres, perifrásticamente aleluyados por sus huestes, cada uno con su instrumento de viento, tratando de hacer música mediante la misma refinada técnica con la que hacen política? Jo, a mí acaba de darme un repelús imaginándolos tras sus partituras en el primer concierto vienés del año. Y yo con resaca...

Que esta situación se dé en la política exaspera en general a buena parte del respetable, pero fuera de ella también hay sapiens que van por la vida como trombones desafinados consigo mismos que interpretan que su desafinación, la intrínsecamente suya, no existe, sino que el desafinado siempre es el músico que vive en sus afueras. Y si el de afuera es toda la orquesta sinfónica, da igual, los desafinados son todos. Se trata de trombones que basan su seguridad en su propio miedo, que arremeten iracundos contra el «enemigo», sin saber que su verdadero enemigo son ellos mismos. Seguro que usted que me lee en este momento ya está pensando en alguien. Hay bastantes.

Pobres flautines inocentes, o no, a los que les toca compartir partitura con un trombón iracundo de estos. La ira -que se retroalimenta de sí misma- es la representación de una necesidad insatisfecha, convertida en resentimiento, generalmente por acumulación, que actúa como punto gatillo de una potente arma de destrucción masiva que dispara a ráfagas, a veces hasta sin apuntar. Después viene el arrepentimiento, la culpa, el bucle, y ¡allez hop vuelta a empezar!

Quizá, vete tú a saber, la lágrima muerta el pasado domingo fuera el resultado de un proceso de ira mal gestionado que terminó suicidándola. Y digo bien al decir suicidándola, porque, según Shakespeare «la ira es un veneno que uno toma para que muera el otro». Lo ingrato en estos casos es la impotencia de ver morir sin poder intervenir.

Por mucho que, como explicación, me he repetido a lo largo de estos dos días, cómo podría yo haber manipulado aquella lágrima sin romperla, el amargor de boca permanece. Ver morir impedido de intentar actuar en contra, duele, aunque se trate de un lágrima desconocida, especialmente cuando uno sabe que hay quienes, necesitando ayuda, se limitan a mantenerse fondeados, al abrigo, repantingados a la bartola sobre su veterano coy mientras se niegan a aceptarla. Y ello, simple y llanamente, por los inconscientes cuadros de miedo irracional que los manipulan, que permanecen instalado en los entresijos del personaje que representan por obra y gracia de los genes y los entornos sucesivos de cada uno.

Descanse en paz aquella desconocida lágrima fallecida el pasado domingo.