A estas alturas, quizás por mi natural pesimista, doy por perdido el año. No confío en absoluto en la vacuna rusa, creo en ella tanto como en las plantillas que hacen adelgazar o en los imanes que curan los cólicos de riñón. De modo que, aguardando una oferta más seria, he empezado a aceptar que este año es un año perdido, un año en blanco, como una mili de aquellas que hicieron la mayoría de los tipos de mi generación y que yo no hice porque fui declarado inútil total, que ya desde muy jovencillo me calaron, qué le vamos a hacer.

Y eso que yo esperaba grandes cosas de este año. Alguien, al principio, lo previó feliz, seguramente por similitud con los "felices veinte" del siglo pasado, cuando la generación que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial se empeñó el ser feliz a toda costa.

Ya sé que la mejor forma de evitar la decepción es no esperar nada. Ni de la vida ni de aquellos que nos cruzamos en ella. Pero el humano es un animal sujeto a la esperanza, a su leyenda de imperdible.

Es un extraño concepto ese, el de "imperdible". Borges meditó sobre si, realmente, habría algo imperdible en el mundo. De esa reflexión surgió el cuento "El Zahir". El Zahir es una moneda maldita que no se puede perder, que es exactamente imperdible. Como la esperanza, que puede llegar a ser un modo de maldición, aunque baste a veces con ella para soportar las prisas, los disfraces y el sólido peso del vacío. Por ella a veces me he recomendado aprender a no hacer nada, a dejar que el tiempo solo sea el largo paseo de la luz tras la ventana, a contar las olas que tropiezan en la orilla, las placas capicúas de los coches, las nómadas monedas del bolsillo. Y leer a Salgari una vez más.

Pero la esperanza es solo un préstamo, una trampa que inventa días que no poseemos. Por eso yo ya no tengo esperanza en este año. No regresará a nuestras manos, como hace la moneda del cuento de Borges cada vez que trata de extraviarla. Este tiempo que he (no me atrevo a escribir "hemos") perdido, no retornará. He hecho cuentas. La expectativa de vida del español medio, que es lo que soy y seguiré siendo, está en torno a ochenta y cuatro años, lo que viene a dar unos treinta mil setecientos días de vida, tarde arriba, tarde abajo. De esos días he consumido ya casi veinte mil, así que este año perdido o casi perdido es una merma en mi capital de tiempo que no podía permitirme porque no dispongo de esa riqueza, imagino que como cualquiera, sea cual sea el tamaño de su esperanza.