Evoco a Hannah Arendt en esta mañana de un martes muy caluroso, en una Marbella desconcertada e inquieta, como lo están en el resto del planeta, a la que la presencia de la lluvia - demasiado efímera, ésta - ha aportado una grata exoticidad. No, por supuesto no se parece a la llegada de aquellas primeras lluvias del monzón estival, las que Concha, mi mujer, y yo vimos y sentimos, abrumados por su fuerza, hace ya mucho tiempo, en la Puerta de la India. En Bombay, mucho antes de que a la ciudad le cambiaran el nombre.

La inmensa Hannah Arendt ya había publicado entonces su colección de ensayos, escritos a lo largo de doce años. Dedicados a Lessing, a Rosa Luxemburgo, al Papa Juan XXIII. Y a Karl Jaspers, Isak Dinesen, Hermann Broch, Walter Benjamin y a Bertolt Brecht. "Hombres en tiempos de oscuridad" fue, por su contenido y por la comodidad de su tamaño, un inolvidable compañero de viaje en un periplo por lugares tan diversos como exóticos. Como entonces manifestó Paul Roazen en The Nation, "Hannah Arendt es una rareza, una filósofa con público. Se ha ganado el derecho a ser considerada una de nuestras pensadoras sociales más importantes contribuyendo con su iluminación a aliviar la oscuridad del público."

Es cierto que estamos de nuevo en tiempos de trágicas oscuridades. En los que ya campean, muy sobradas, las descerebradas legiones. Es evidente que no son las mismas que conoció Hannah Arendt en las hermosas ciudades universitarias alemanas donde pasó sus años de juventud, en la primera mitad del siglo pasado. Pero tampoco son tan diferentes. Entonces Hannah puso fin a su estrecha relación con su antiguo maestro, el filósofo Martin Heidegger. Cuando éste se distanció de ella y de su mundo, a través de la gradual adaptación del filósofo y otros distinguidos intelectuales al nazismo ("Sleichschaltung"), en cuyas filas finalmente militó, para horror y consternación de sus discípulos y seguidores. Destacó siempre entre ellos el rechazo total de Hannah a la flamante y perversa teología.

Una de las llaves maestras de esta obra capital de la gran pensadora, tan fascinadoramente judía como alemana, trasplantada en su madurez a los Estados Unidos, la encontré en los primeros párrafos del prefacio de su libro sobre la oscuridad: "Cuando pensamos en los tiempos de oscuridad y en las personas que vivían y se movían en ellos, tenemos que tener también en cuenta este camuflaje que emana y es difundido por el círculo gobernante de una nación (o "el sistema" como se lo denominaba entonces). Si la función del reino público es echar luz sobre los sucesos del hombre al proporcionar un espacio de apariencias donde puedan mostrar de palabra y obra, para bien o para mal, quiénes son y qué pueden hacer, entonces la oscuridad ha llegado cuando esta luz se ha extinguido por "lagunas de credibilidad" y un "gobierno invisible", por un discurso que no revela lo que es, sino que lo esconde debajo de un tapete, por medio, de exhortaciones (morales y otras) que bajo el pretexto de sostener viejas verdades, degradan toda verdad a una trivialidad sin sentido."

Es bueno clamar por la verdad total, siempre diamantina. Lo recordé en estas cálidas noches de verano en las que acabamos de ver en el firmamento de Marbella, mi pueblo, a las Perseidas. "Las lágrimas de San Lorenzo", llegadas como todos los años desde los confines de la constelación de Perseo. Fue en la noche del 11 de agosto. Día en el que celebramos la fiesta de Santa Clara de Asís, fundadora de la Orden de las Damas Pobres, a las que conocemos como las Clarisas. Como Hannah Arendt, nunca pactó con la náusea.