Es verano. Y punto. Casi nadie lo discute. Quizás no merezca la pena prestarle un chute de energía a esa ingrata búsqueda, baldía de palabras, que no termina de encontrarle un significado a aquello que derrama una explicación ilógica. Por lo pronto, el verano sigue empeñado en tararear una canción triste que destroza el sentido original de un célebre poema de Pablo Neruda. A veces, este verano calla porque está como ausente.

Hay silencios que hablan. Que pregonan una realidad que todavía se antoja ficticia. Es como si, de repente, nunca termináramos de hacer la digestión. Y nos transportáramos a aquellas tardes infantiles: a la inquieta sobremesa en la que jamás llegaba ese momento en el que tus padres lanzaban la venia que conducía a otro alegre chapuzón en la piscina.

Hay silencios que gritan. Aún se siente cercano el mutismo con 'mono' de pirotecnia que le puso anoche una mascarilla al cielo de Málaga. La vida sigue con el mismo sigilo resignado con el que desaparece el interruptor de una feria.

Hay silencios que enmudecen. Que le ponen un altavoz al vacío. Que añoran el runrún multitudinario de los aeropuertos y los hoteles al que nos había acostumbrado el retorno en bucle de cada estío.

Hay silencios que no entienden nada. Que lamentan el traslado del cartel de overbooking a esa crónica de sucesos de los telediarios en la que se entremezcla la guadaña-bumerán del coronavirus con el aluvión de trances delictivos mientras se desnuda la crisis real que nos acecha.

Hay ruidos que molestan. Que reducen el turismo a esa ruleta rusa de los pisos vacacionales a la que juega la convivencia de los vecinos.

Hay señales que nos gritan en silencio para repetirnos que este verano calla porque está como ausente...