El ángel de la puta calle con granos en la cara y entrañas en su leguaje, cumple hoy cien años dentro de una botella. Descorcharla es contarles acerca de su duende libre, la mejor manera de brindar por Bukowski. El tipo que trabajaba de cartero en navidades con lluvia y nieve en los zapatos de cordones desatados, y el paso firme de quién refleja alerta su rebeldía en los escaparates lujosos de la ciudad antes de regresar a una pensión del infierno. El agujero cálido donde sacaba de su bolsillo las arrugadas notas manchadas de espuma de cerveza, y se ponía a teclear a máquina frases cortas, fragmentadas, con mal aliento, extraídas del fondo de su existencia y su destino roto, igual que sus dientes. Su literatura era incómoda, enfadada, con resaca de vivir entre el nihilismo y un curioso idealismo dickensiano que Bill Buford denominó realismo sucio en la revista Granta. Nunca le importaron las etiquetas a quien escribía noches enteras con música clásica en la radio y rodeado de botellas como bolos sobre la mesa, alrededor de sus pies, compañeras vacías de la soledad, la insatisfacción y el trance. No sé si los jóvenes actuales leen al maldito Bukowski; si saben que para beber hay que estar en buena forma, como dijo él, dispuesto siempre a beber para olvidar lo malo que le ocurría, a celebrarlo si sucedía algo bueno y si no pasaba nada beber para que ocurriese algo. No le doblegó el alcohol, la edad amarillenta de tabaco, sólo la leucemia le golpeó por K.O. el hígado y le tumbó en seco el corazón. A su marcha, en una de esas esquinas de periódico donde la literatura se faja en los obituarios, la muerte del escritor hepático dejó de pena negra a muchas mujeres de juerga o de lencería cara, a jóvenes groupies de su éxito de moda y a dos esposas que intentaron salvarlo del protagonista de sus historias de supervivientes en los márgenes de todo, pero decididos a que la vida fuese sus vidas. A conocerla mientras se tiene.

La revolución de 1978 se llamó Bukowski. La inició Anagrama, maestro en el olfato Herralde, publicando en español sus relatos de locura cotidiana en dos tomos: «Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones» y «La máquina de follar». Enseguida se convirtió en la estampa del rebelde al que parecerse frente a las sábanas en blanco sobre las que escribir desnudo, y en las alcobas nocturnas de clase alta. Auténticos, insobornables, trasgresores, vulgares y limpios, en bronca con todo lo políticamente correcto y sus promesas de felicidad a plazos, y cuando el sexo era una pasión libre de amor a plazos. Igual que aquel indecente perdedor de rostro extraviado colgado en una pared, y en la otra El Che inmaculado en su aura de héroe. Entre los dos, a buen seguro el póster cinematográfico de las divas de turno de la edad de mirar de abajo hacia arriba: Kim Bassinger, Claudina Cardinale, Anouk Aimé, Sylvia Kristel, Ajita Wilson. También tuvo muchas lectoras en los ochenta, atraídas por el existencialismo de un espíritu insumiso, atormentado, soez y poético a la vez. El hombre que nunca presentarían como novio a sus madres pero con el que muchas tenían el sueño de redimirlo de sus demonios.

Escribir para vivir. Escribir para liberarse. Escribir para pelear. Es lo que contó siempre para Charles Bukowski, nacido en un arroyo de Los Ángeles donde su violento padre lo educó de los seis a los once años con azotes de fusta en la desnudez del trasero. Hubo una época en la que casi era habitual lo de bajarse los pantalones, echarse sobre una silla o la cama, apretar los dientes y los ojos, y aguantar los correazos severos del castigo. De aquello es raro que saliese un futuro escritor pero sí muchos jóvenes insurrectos capaces de enfrentarse a puñetazos por cualquier asunto, y fugados del hogar en los que no siempre lloraba a escondidas una madre en la ventana. Bukowski fue una de aquellas criaturas que aparcaba coches, hacía recados de a dólar, quitaba la roña barata de los platos en restaurantes de olor grasiento, forjado en los límites y cuyos únicos paraísos fueron, mitad los bares, mitad las bibliotecas públicas donde descubrió a sus cuatro maestros de su escritura autodidacta: John Dos Passos con la sobriedad de su estilo moderno y crítico frente a las circunstancias políticas y sociales; Hemingway con sus historias mínimas, tratando de narrar los hechos y de transmitir las emociones de las experiencias; la audacia de la escritura sexual de D. H. Lawrence capaz de provocar sensaciones excitantes e irritar al puritanismo; y el humor superviviente de lengua viperina, haciendo de las entrañas las raíces de un estilo propio que aprendió de John Fante, además de crear un alter ego para ficcionalizar su propia vida.

Vino, whisky, ginebra y ron combinados con mucha cerveza en la metáfora de un alambique del que vertió su pócima en las andanzas de Hank Chinaski. Su personaje de escritor conflictivo, sarcástico, obseso del sexo y del alcohol, adicto al boxeo y a apostar en las carreras de caballos, colega de prostitutas, delincuentes y de cualquier sonámbulo de una sociedad formada por la falta de espíritu de sus ciudadanos -qué casualidad con la nuestra-, convencidos de que mezclando la familia con Dios, con la Nación, con una casa, un perro y diez horas de trabajo diario, tienen todo lo que necesitan - el mismo estado del bienestar que hemos compartido hasta poco antes del coronavirus-. Que vigencia su música de cañerías, la ausencia del héroe, las tormentas para los vivos. Lo más importante es saber atravesar el fuego. No cualquiera lo consigue. La mayoría se queda chamuscado, en cenizas, apoyado en la esquina de un banco, a la intemperie de un parque o aparentemente a salvo en una oficina a la que a diario se acude para ir muriéndose, sin hacer ruido. De una de ellas escapó Bukowski a sus 49 años, cansado de publicar en ediciones underground de pequeñas tiradas, gracias a que un editor fascinado con su obra le ofreció un sueldo fijo de cien dólares mensuales para que dejara su trabajo en correos y se dedicara a escribir a tiempo completo. Incluso fundó una editorial —Black Sparrow—para publicarle. A John Martin le debemos el 50% de sus mejores años creativos con títulos como «La senda del perdedor» su máxima novela, pero sobre todo su pulso de cuentista con excelentes piezas como «Se busca una mujer», «Erecciones, eyaculaciones y exhibiciones» o «Fragmentos de un cuaderno manchado de vino». Y por supuesto su poesía, recopilada recientemente por Visor, en la que destaca el calado de poemas que parecen escritos mañana como «A solas con todo el mundo» en el que habla de la falta de conexión entre los seres humanos, de cómo se llenan los tugurios, los vertederos, los hospitales, los sanatorios y las tumbas, pero «nadie encuentra al otro».

Hoy día seguramente se lee distinto a Bukowski, y con menos devoción contracultural. Ignoro si los jóvenes que se enfrentan a la escritura siguen su consejo de «Honra a las malditas palabras con el lugar que se merecen, el de ser empleadas para transmitir, vibrar y perturbar», y si ensayan su gramática impúdica, su mirada y su realismo callejero y escandalizador como en su día hicieron Ray Loriga, Breat Easton Ellis y Karmelo C. Iribarren entre otros de los que también nos enamoramos de Kerouac, de Miller, de Genet, de Chukri. Es cierto que ahora resulta más controvertida su misoginia machista no exenta de violencia, pero que en su momento respondía a una desfiguración epidérmica del lenguaje con el que golpeaba furioso contra lo establecido, a la vez que se protegía de su propia inseguridad vapuleada en la infancia por su padre y sus compañeros de colegio. «Hay un pájaro azul en mi corazón que quiere salir/pero soy demasiado listo/sólo le dejo salir a veces por la noche/cuando todo el mundo duerme». Su huella se perdió en el cine a pesar de buenas adaptaciones como la de su novela «Factotum», dirigida por Bent Hamer y protagonizada por Matt Dillon o «Cruzando la oscuridad» de Sean Penn, protagonizada por Jack Nicholson, Robin Wright y David Morse, y la serie televisiva «Californication» interpretada por David Duchovny. Son los libros de bolsillo, con las portadas de color deslucido y en carne viva la escritura de la que lo que más le importaba es que deslizase, los que mantienen su nombre como un fetiche literario cuya vigencia late en su verdad desnuda en el imponente poema Nacidos para esto: «Para estas guerras cuidadosamente insensatas/Para contemplar las ventanas rotas de la fábrica de la vaciedad/ Para los bares donde la gente ya no se habla/ Para las peleas a puñetazos que acaban en tiroteos y cuchilladas/ Nacidos para esto/ Para hospitales tan caros que resulta más barato morirse/ Para abogados que cobran tanto que resulta más barato declararse culpable/ Para un país donde las cárceles están llenas y los manicomios cerrados/ Para un lugar donde las masas elevan a los imbéciles a la categoría de héroes millonarios». Grande Bukoswki, hijo de Satanás.

Sin el viajecito de todos los veranos, disfruto caminando entre los libros de los que soy y voy cumpliendo. Por eso brindo hoy por este tito abuelo irreverente para quienes mantenemos que escribir es una actitud de vida. De la suya conservo su mejor aliento. Si vas a intentarlo, ve hasta el final. De otra forma ni siquiera comiences.