Algunos países disponen desde hace tiempo de un dispositivo que se instala en el móvil (aplicación) y que permite 'fichar' quién ha estado en contacto o en las proximidades de una persona. De ese modo, cuando esa persona enferma se puede buscar a aquellos con quienes estuvo en proximidad, enviándoles una señal. El 'rastreo' por el móvil es más eficaz y rápido que la pesquisa apelando a la memoria del contagiado y a la búsqueda de sus contactos por anuncios o de portal en portal.

En España hemos tardado en disponer de ese dispositivo, aunque parece que está a punto, y lo hace por bluetooth, que deja la señal del teléfono pero no datos personales de su propietario. En cualquier caso, ha demostrado ya su eficacia en pruebas, pues localiza el doble de contactos de un individuo de lo que lo hacen los rastreadores personales. No obstante, todavía va a tardar algún tiempo en ponerse en marcha. Hay que salvar aún problemas administrativos, unificación de los protocolos de alerta y búsqueda, definición de quién pone en marcha la exploración de contactos y cómo, y, para más allá, la coordinación europea.

En estos momentos la aplicación ya está disponible, tanto a nivel general como en algunas autonomías, e incluso se halla ya instalada en muchos cientos de miles de teléfonos. Pero falta lo principal, el código que la autoridad sanitaria facilitará a quien dé positivo, a fin de que este lo introduzca en su móvil e, inmediatamente, salte a sus contactos (quien ha estado cerca de él a menos de 2 metros, durante 15 minutos en los últimos 15 días) para alertarlos. Sin que ese código esté disponible, es inútil disponer del dispositivo.

De modo que urge solventar todas estas cuestiones con la máxima rapidez, ya. Y, por cierto, algunos móviles que tienen android como sistema operativo no pueden instalar la aplicación.

Si este asunto parece ir por buen camino, la legislación relativa a las medidas que las administraciones pueden tomar en relación con la prevención del Covid-19 no van por tan buen camino. Después de la derogación del estado de alarma se ha demostrado que esa cuestión es el pandemónium de la pandemia. En efecto hemos visto cómo los decretos de aislamiento o de cierres horarios de establecimientos se efectúan sin que las autonomías tengan competencias indiscutibles para ello. Y, de ese modo, hemos asistido a espectáculos increíbles, como que hayan sido determinados jueces los que hayan decidido si se podía confinar un barrio u otro, una población u otra, en virtud de lo que ellos valorasen como riesgo mayor o menor, o que emitiesen dictámenes sobre el horario de cierre de los establecimientos basándose en el peligro que ellos estimaban que hubiese, y no en el criterio de las autoridades sanitarias. Ello, ya, sin entrar en las contradicciones entre unos tribunales y otros.

Hace falta, pues, una legislación clara y precisa que señale de forma indubitable las competencias de las autonomías para decidir y, en su caso, sancionar, y, en la medida en que no sea posible, una ley estatal que abarque aquello que las comunidades no pueden jurídicamente estatuir, sin que para ello sea necesario declarar otra vez el estado de excepción generalizado que es el estado de alarma.

Caben además otras consideraciones al respecto. El próximo mes empezará el curso escolar en toda España -que debe empezar por muchísimas razones, siempre he sostenido-. Inevitablemente, habrá contagios, aulas cerradas y escolares en cuarentena, es decir, en sus casas. ¿Existe legislación suficiente y clara para garantizar el puesto de trabajo y las prestaciones económicas de los padres que hayan de quedarse en el hogar? Temo que no.

Por otro lado, sospecho que algunas de las decisiones que se han tomado en el Consejo Interterritorial de Salud celebrado este viernes pasado no tendrán el suficiente respaldo jurídico para no ser controvertidas y discutidas en los tribunales.

Que en todo este tiempo, después del levantamiento del estado de alarma -y aun durante él-, no se hayan puesto ni desde el Congreso ni desde el Gobierno, ni desde las autonomías, a ello, es un escándalo tan solo comparable al de la imperturbabilidad con que se sigue contemplando la plaga de los robos temporales de viviendas (eso que se llama 'ocupación') y la inacción legislativa correspondiente (y, acaso, la mansedumbre de la gente y las tragaderas de los adictos a ciertas iglesias).