Una cosa no puede negársele al inverosímil presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y es la extraña, casi perversa fascinación que, por muy distintas razones, ejerce sobre admiradores y críticos.

Trump ha sabido marcar en todo momento la agenda informativa, y si sus admiradores escuchan lo que sale de su boca como si fuera palabra de Dios, sus críticos parecen a veces regodearse con su autobombo, sus hipérboles y sus continuas salidas de tiesto.

En momentos como los actuales de aceleración y caos informativo, Trump ha conseguido dominar en todo momento los titulares con sus insultos, estupideces y mentiras, camufladas eufemísticamente, estas últimas, de «hechos alternativos».

Nadie puede negar la habilidad que tiene el promotor inmobiliario y dueño de casinos de cambiar continuamente de tema de discusión y decir hoy una cosa y un minuto después, la contraria, sin que esa extrema volatilidad le pasara factura.

Su vocabulario es tan limitado como el de un niño pequeño, pero parece enganchar bien con una audiencia nada sofisticada, más rural que urbana y que detesta todo lo que suene a intelectual o a universidad de la Liga Ivy.

Si el Donald ha podido engatusar a tantos compatriotas durante tanto tiempo, ello se debe sin duda a los largos años que pasó como protagonista del programa de telerrealidad 'El Aprendiz'.

Programa que le presentaba como un genio de los negocios cuando la realidad es que fracasó una y otra vez con sus hoteles y casinos y que sólo consiguió salvarse a base de los créditos multimillonarios que incomprensiblemente le concedió el Deutsche Bank.

Según los psicólogos que han estudiado su personalidad, Trump resulta magnético para muchos de sus conciudadanos por su probada y diabólica habilidad de transgredir normas y leyes, como sin duda les gustaría a hacer a muchos de sus admiradores.

Comparte aquél muchos rasgos propios de una personalidad claramente autoritaria con líderes populistas y nacionalistas de la derecha europea como el húngaro Viktor Orbán o con quien en Suramérica pretende ser su émulo: el brasileño Jair Bolsonaro.

Como Orbán, como el líder italiano de la Lega, Matteo Salvini, y tantos otros etnopopulistas, Trump muestra una olímpica falta de respeto por la división de poderes, rechaza someterse al control del legislativo y busca siempre algún chivo expiatorio dentro o fuera para desviar la atención de sus propios fallos.

Así, anatematiza a quienes protestan por el racismo de la policía, tachándolos de «radicales» y «anarquistas», mientras fomenta la xenofobia, el odio al extranjero, acusando sin fundamento alguno a los inmigrantes latinoamericanos de traer al país sólo enfermedad, drogas y terrorismo.

Sorprendido el último año de su mandato por el Covid-19 -el «virus chino» como lo llama en su nueva estrategia de guerra fría con el gigante asiático- Trump ha comenzado a dar claras muestras de impotencia por su desastrosa gestión de la pandemia.

Como señala el periodista irlandés Patrick Coburn, el mayor enemigo de Trump en este momento no es tanto Joe Biden, su ya seguro rival en las próximas presidenciales, cuanto el coronavirus, que ha dado al traste con la recuperación económica de la que aquél tanto se ufanaba.

El demócrata Biden es un político más bien aburrido que se ha comprometido a unir, si es que gana, a un país cada vez más polarizado por Trump. Y muchos se preguntan ya qué sucias y oscuras maniobras prepara un presidente que no parece de ninguna manera dispuesto a abandonar la Casa Blanca.

La última consiste en esparcir tinta como el calamar sobre el voto por correo, argumentando falsamente que está plagado de fraude y utilizando a uno de sus fieles, que se encuentra al frente de ese organismo público, para restarle los medios con los que cumplir cabalmente tal servicio.