El valor del tiempo cotiza a la baja cuando agosto se derrite, preso de su inercia corrompida, ante los minutos que caen por el reloj vacíos de contenido. La semana que ya se nos escapa ha deambulado bajo los efectos imaginarios de lo que podía haber sido la feria y las teorías acerca de la 'no fiesta'. De repente, han caído sobre nuestras cabezas conceptos y divagaciones que invocaban a la 'no feria' como si lloviesen chuzos de punta. Como si brotara en la propia nada un oasis efímero, una ensoñación forzada que responde exclusivamente a ese deseo irrefrenable que le echa un pulso a la realidad cuando no se siente correspondido. Realidad y simulacro, extraño maridaje.

Si se siguen las coordenadas del guión que destrozó el coronavirus, a estas alturas del verano andaríamos pidiendo la hora para que la Feria de Málaga huyese con la misma virulencia con la que, una semana antes, se habría instalado en las calles y el estado de ánimo de la ciudad. Pero ni siquiera retumban los altavoces y el océano de Cartojal ha sido absorbido por ese páramo que ha impuesto sobre los cimientos de la alegría el revés de la pandemia. Ni los pesimistas con carnet ni los agoreros crónicos hubiesen vaticinado que, en esta segunda mitad de agosto, andaríamos más preocupados por la incertidumbre afilada de la 'vuelta al cole' que por el avance galopante de la resaca.

Al menos, el regreso del Festival de Cine arroja una rendija de esperanza en estos tiempos que aspiran, cuando menos, a sentir cubiertos el anhelo y la necesidad de actividades culturales seguras.